El 24 de junio de 2020 la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció sobre el caso de una adolescente víctima del vicerrector de un colegio público de Guayaquil, donde estudiaba. Se suicidó después de tanto sufrimiento y ofensa. Había mantenido durante más de un año relaciones con ese sujeto, a cambio de ayuda académica. Es el primer caso de violencia sexual en el ámbito educativo sentenciado por tal Corte. El abuso del “educador” llevó a la muerte a la víctima, destruyó la vida de su luchadora madre y afectó terriblemente a su hermana. La Corte es lapidaria: “… el sufrimiento de Paola se hizo patente a partir de su suicidio. Este acto evidencia hasta qué punto el sufrimiento psicológico resultó insostenible para la víctima.” (Párrafo 151). “Así surge de los hechos que cuando las autoridades escolares, estando Paola en la escuela, tomaron conocimiento de que ella había ingerido 'diablillos', no actuaron con la celeridad requerida. Paola fue llevada a la enfermería, donde no consta que recibiera tratamiento alguno y la Inspectora General del colegio instó a Paola a pedir perdón a Dios. Fueron las compañeras de Paola quienes llamaron a la madre, quien logró llegar un tiempo después, cercano a 30 minutos… No sólo durante cerca de 30 minutos Paola estuvo sin atención o tratamiento alguno, sino que no se realizaron acciones para procurarlo…”, (párrafos 159 y 160).

En el párrafo 51 de la sentencia aparece que inclusive el rector conocía que el vicerrector mantenía relaciones sexuales con la víctima. Según una declaración de una compañera, las reuniones entre el vicerrector y la víctima eran en el mismo rectorado. Estamos hablando, amable lector, de un grado de descomposición impensable. De un sufrimiento inconcebible para la víctima, su madre y su hermana; de una actitud despreciable de quienes conocieron del abuso; de una negligencia inaudita ante una adolescente que se había envenenado; de un “educador” que abusó miserablemente de su poder y de la desesperación de una estudiante (a quien llamaba, según un relato, “princesita”); de un silencio cómplice. El padre de la víctima relató que compañeras fueron presionadas para no declarar en el expediente judicial, bajo pena de sanción. Las escuelas y colegios, sus autoridades, las profesoras y los profesores, incluso los psicólogos de esos establecimientos tienen un enorme poder respecto de los niños, niñas y adolescentes. La potencialidad de su abuso creo que puede atenuarse si el concepto de autoestima estuviese profundamente arraigado en las vidas de las niñas, de los niños y adolescentes. Paola tuvo su ángel: su madre Petita. Todos debemos ser ángeles para los niños, niñas y adolescentes, rodeándolos de amor, paciencia y comprensión. Denunciemos fundadamente y sin temor los abusos de todo tipo en las escuelas y colegios.

Me parece que debería establecerse en las escuelas y colegios un grado de institucionalidad permanente e independiente, no estatal, que canalice e investigue las denuncias de abusos, trasladando sus conclusiones a la Defensoría del Pueblo y a la Fiscalía. (O)