Decía Marguerite Duras: “Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe”. He pensado en esta frase de Duras al caer en cuenta de que se cumplen veinte años de la publicación de El desterrado (Debate, 2000), del escritor ecuatoriano Leonardo Valencia. La leí en Barcelona, cuando yo tenía 21. Recuerdo que, mientras lo hacía, no podía dejar de pensar que eso era una ópera prima, una primera novela, un gesto iniciático. Valencia, para el 2000, ya había publicado un libro de cuentos. Pero sólo con El desterrado se convirtió en novelista.

En esa primera lectura me sorprendió la paciencia. No era una novela que, a mi juicio, se había armado con la ansiedad de publicar, de ver el libro impreso, de acceder a ese estatuto cultural del novelista. Era una contemplación del lenguaje, un reino de la lentitud (así lo vio Fernando Iwasaki), una espera en sí misma. Quiero decir: era como si Valencia supiera, en su aproximación al arte de escribir novelas, que lo inmediato puede pecar con una visión demasiado prematura y envejecer mal, que sólo el acto riguroso y paciente de esculpir cada palabra, con extremo cuidado, creaba una historia inolvidable. Tampoco usó la primera persona en el narrador. El protagonista dice sólo una palabra. Por todos lados está la lucidez del desarraigo. Creo que pocas lecciones han sido para mí tan útiles, en mi propio proceso hacia la prosa, como este gesto creativo construido despacio y con seguridad.

Valencia escribió El desterrado en la década de los noventa, cuando vivía en Lima. Al igual que sus personajes, que deben padecer el ascenso del fascismo en Italia, la Historia, con H mayúscula, se metió en la vida de Leonardo: era un ecuatoriano residente en el Perú, durante el conflicto del Alto Cenepa. No tuvo problemas, pero la experiencia le sirvió. El desterrado, como El invitado de Carlos Arcos Cabrera, es una novela que habla sobre la violencia, la banalidad del mal (Hannah Arendt), y el totalitarismo, en contextos externos al del Ecuador. Sostiene Valencia que, además, el libro fue un intento por comprender el mundo de su madre, la italiana Luciana Assogna, y el de la familia de ella, que de algún modo fue testigo ese ese momento oscuro de la historia europea.

He vuelto a leer El desterrado, a propósito de su nueva reedición, en el sello Seix Barral. No deja de sorprenderme la madurez y la disciplina que, para lograrla, empleó ese joven escritor, que en aquel tiempo bordeaba los 30 años. Quizá él, como Clarice Lispector, también quiere, muy en el fondo, que los otros, es decir nosotros, comprendamos cosas nuevas, alguna magia o algún misterio. Y, como Lispector, Valencia a sus lectores nos hace compañía, con una maravillosa obra novelística que a lo largo de dos décadas nos ha llevado por Guayaquil, Quito, Barcelona y muchos otros lugares de la geografía y del espíritu. En esta ocasión he encontrado en sus páginas la presencia, siempre dhármica, de Franz Kafka. No es sólo la memoria lo que trasluce. También es algo diáfano; creo que es la libertad o su búsqueda. Creo que para Valencia, como para sus maestros, la novela siempre ha sido un acto de libertad. (O)