El sector agrícola está en constante lucha frente al injusto pago de sus cosechas, así aconteció en el siglo pasado con la disputa entre actores del negocio bananero por alcanzar mejores precios, tanto que la FAO dedicó tiempo y recursos a la búsqueda de un acuerdo que conciliara intereses en conflicto, pero no fructificaron, persistiendo las inequidades, a tal punto que del precio al por menor de la fruta solo se concede dadivosamente a sembradores y exportadores el 18 %, siendo las grandes cadenas de supermercados, las que lucran sin solidaridad alguna, con más del 42 % de los beneficios (Cirad 2015).

Ahora ha recrudecido la “guerra del chocolate”, protagonizada por Costa de Marfil y Ghana, dos colosos cultivadores (60 % mundial), sus contendientes, los gigantes industrializadores generadores de 130.000 millones de dólares anuales que, entre fabricantes y distribuidores, se engullen el 75 % de la renta obtenida, segregando dadivosamente a los agricultores apenas el 6 %, en el mejor de los casos, según estudio de la Editorial Comercio Justo publicado el 2014. Los africanos se rebelaron, con gran fortaleza y apoyo político impusieron una tasa con el sugestivo nombre de la dignidad, equivalente a 400 dólares por tonelada de cacao que salga de sus territorios y el laudable propósito de mejorar la vida campesina, en especial desterrar el inhumano trabajo infantil, valiente actitud que les costó soportar presiones disuasivas y superar maniobras de la Bolsa de Nueva York, mal ejemplo de transparencia, que apoyó solapadamente la posición de los más fuertes, para hacer fracasar, sin éxito, la irreverente actitud de ghaneses y marfileños.

El consorcio americano Hershey y sus adláteres tuvo que ceder no solo porque le hace falta el producto, sino porque debe demostrar el pago del tributo, de lo contrario los consumidores chocolateros se abstendrían de comprar golosinas preparadas con materia prima originaria de lugares donde se agrede al medio ambiente, en convivencia aberrante con peligrosas tareas exigidas a infantes, mientras deberían estar recreándose o asistiendo a escuelas elementales. Frente a esto nos preguntamos ¿qué pensarán los gremios cacaoteros, continuarán impávidos, cómodos, seducidos por leves alzas de precios que los coletazos de la guerra provoca? ¿No sería más estimulante vigorizar la tesis africana? ¿O se intimidarán por el endeble sofisma de reducción de demanda por una nimia subida del producto terminado, que no se invoca, pues se trata de exhortar a compartir una mínima tajada de un negocio altamente redituable? ¿No habrá llegado la hora de la liberación para perennizar un mejor y duradero trato a un bien que sale de las entrañas de los suelos cacaoteros ecuatorianos, dignos de ser conservados y regenerados, compensados con materia orgánica y superior diversidad microbiana?

Celebramos los esfuerzos de inversores nacionales por agregar valor al grano, en un combate desigual, sin incentivos, compitiendo con transnacionales; méritos no menores para emprendedores artesanales que pugnan por colocar directamente sus variadas creaciones en el inmenso y creciente mercado chocolatero del mundo. (O)