Las despedidas siempre me han costado, pero despedirse del nieto ha sido otro nivel de despedida. Comprobar que esa pequeña cabecita empieza a entender lo que significa “distancia” y escucharlo decir, con su lengua de trapo spanglish: No vaya Quito, huelosss, te desbarata, te duele hondo. Pero lo peor del regreso es toparse manos a boca con las noticias; con los debates de unos presidenciables (que no califican para presidenciables); con la corrupción y el abuso a la orden del día. Cuando pensamos que lo hemos visto todo, y creemos que algo peor que “se limpia el récord policial” no podía pasar, en el Ecuador pasa: se falsifican pruebas de COVID-19, se impone un abusivo y absurdo impuesto del 2 % de los ingresos a las empresas pequeñas. Léase bien, “a los ingresos brutos”, no a sus utilidades. Cuando estamos tratando de levantar la cabeza, nos cae el golpe seco. Golpe que en lugar de motivarnos a trabajar el doble nos da “desobligo”, ganas de mandarlo todo al diablo y cerrar nuestros pequeños negocios. Pero claro, este es el resultado de las medidas que toman nuestros ministros cuando se están palanqueando un cargo en alguno de los organismos multilaterales de crédito y tienen que cumplir lo que disponen aquellos. Esto no es nuevo; varios exministros pasaron a mejor vida como funcionarios del BID, FMI, etcétera.

¿Hasta cuándo, padre Almeida? Reza la leyenda, ¿hasta cuándo ¡la gran flauta!? Nos preguntamos algunos.

En el año 1979, justamente un día antes de que Jaime Roldós Aguilera se posesionara como presidente constitucional, Santi y yo viajamos a México. Durante nuestra adolescencia habíamos vivido en las dictaduras del general Rodríguez Lara y del triunvirato también militar.

Al llegar a la Ciudad de México, aparte de deslumbrarnos con su belleza, los museos, el ballet y todo el arte que se nos brindaba a mano abierta, nos sorprendimos de los titulares de los periódicos. En todos, sin excepción, se anunciaba algún acto de corrupción. Para nosotros esto era una novedad, en nuestra joven ingenuidad, en el Ecuador dictatorial no pasaban esas cosas. Preguntamos a un amigo si la prensa mentía o cuándo se había vuelto México un país corrupto: Pos miren, acá la corrupción llegó montada en el caballo de Hernán Cortés, y llegó para quedarse, eh.

Cuarenta y pico de años más tarde, los ecuatorianos podríamos responder exactamente lo mismo: La corrupción y el abuso de las autoridades vinieron al lomo del caballo de Sebastián de Benalcázar y llegaron para quedarse.

No solo el abuso se desborda, también el COVID-19, que parece no importar. A mí me desespera, me dan ganas de gritarle a la gente: ¡oiga, no sea pendejo, póngase bien la mascarilla, tápese la boca y la nariz! Pero viéndolo bien, los ecuatorianos no nos ponemos bien la mascarilla porque tampoco nos hemos quitado la venda de los ojos. Seguimos creyendo en los políticos, seguimos pensando que si hacen obra, no importa que roben. Que el chanchullo y la componenda son parte de la vida. Tal vez andar con la venda bien puesta es más cómodo que andar con mascarilla, a la final lo que se contagia es ese virus que ya no nos mata porque siempre ha estado aquí. (O)