Es de importancia suma para el país, al margen de consideraciones políticas de orden alguno, la elección del próximo presidente constitucional de la República. Si bien es cierto que su tarea es la de administración, no impartir justicia ni elaborar normas legales, no es menos cierto que está a cargo de la vida diaria de la República y obligado a conocer y resolver asuntos de toda clase, como los atinentes, a modo de ejemplo, a la defensa nacional, al manejo de treinta mil millones de dólares como presupuesto, a la salud pública, a la educación, a la economía, etc.
Lo anterior siempre preocupa a la ciudadanía frente a las candidaturas existentes. Esto no tendría nada de especial, a no ser por lo ocurrido la semana inmediata anterior en un mal llamado “debate”, que se redujo a exposición y no a confrontar ideas. Sin embargo, sorprendió la notoria orfandad intelectual de los aspirantes y el total desconocimiento de los problemas del país, seguramente con alguna que otra excepción. No mencionaré nombres y apellidos porque no es mi propósito censurar a alguien o a algunos. Lo que anhelo es que, a través de las columnas, se comience a meditar a fondo una solución porque el futuro parecería comprometido de modo negativo.
Más allá de lo risible, es indignante oír barbaridades como aquello de que hay que “traer” fuentes de trabajo para que los médicos sigan teniendo su empleo en los hospitales; o aquello de que la corrupción está en la familia; o, peor, que las armas en poder de los ciudadanos constituyen un error “catastral”, y así otras perlas. No se trata de lapsus sino de pobreza mental y desconocimiento total de lo que significa dirigir un país, que exige al titular de la dirección ejecutiva de la República tener conocimiento multifacético para saber a ciencia cierta de qué se trata y barajar opciones ante la obligación indelegable de resolver. De lo contrario, el presidente será un payaso del que se ría la burocracia y al que lo colmen con discursos en las fiestas provinciales, con los consabidos cocteles en las embajadas, con los banquetes en la casa presidencial, con los viajecitos al exterior, a la tribuna en la ONU donde, de paso, nadie lo escucha, y, peor, con las giras turísticas inevitables, y así por el estilo. Aunque las palabras sean crueles, no es posible que un ignorante y/o tonto ocupe el cargo.
Es necesario reflexionar en lo que debe hacerse. La realidad es que estamos apreciando las consecuencias de novelerías como la de suprimir exámenes de ingreso a la universidad, como la de profesores complacientes ocupando la cátedra por obsequio del grupo respectivo, como aquello de que no puede perder el año un alumno, frente a lo que se impone multiplicarle exámenes, o que las sanciones exijan ser aprobadas por las oficinas regionales, etcétera. Con precisión mayor o no, lo que hemos oído hace poco en boca de algunos aspirantes es el efecto de una causa, no fue por azar. Sería catastrófico (no catastral) que laboren en Carondelet.
También urge reformar la Constitución, luego de un estudio a fondo, para determinar las condiciones o requisitos obligado a satisfacer quien pretenda ser jefe de la Función Ejecutiva. El principio de igualdad en el sistema democrático es de carácter esencial. No se trata de que a ese título se reconozcan diferencias, porque entonces no se necesitarían abogados para ser juzgadores, en virtud de que todos somos iguales; o no requeriríamos médicos para una intervención quirúrgica, porque todos somos iguales; o no habría necesidad de cumplir exigencia alguna para ser profesor universitario, ya que todos somos iguales. La igualdad implica paridad absoluta en cuanto a las oportunidades, es decir, el Estado está obligado a hacer respetar ese principio; pero de ahí en adelante, es lógico que aparezcan las diferencias. Como decía un viejo maestro mío, no somos iguales sino parecidos. (O)

Jacinto Velázquez Herrera, doctor en Jurisprudencia, Guayaquil