Elias Canetti, premio Nobel de Literatura de 1981, publicó el primero de los tres tomos de su autobiografía a los setenta y dos años. Se titula La lengua salvada. El segundo, La antorcha al oído (1980) y el tercero, El juego de ojos (1985), recorren una vida en movimiento que empezó en Rustschuk, pasó por Mánchester, Zúrich, Berlín y, sobre todo, Viena. Un cuarto tomo, póstumo e inacabado, se titula Fiesta bajo las bombas, y refiere la larga residencia de Canetti en Inglaterra, que terminaría escribiendo en Zúrich, la ciudad final donde murió este gran escritor judío de lengua alemana. Allí está enterrado, en el mismo cementerio donde yace James Joyce, literalmente su tumba está al lado. Fetichista que es uno, la visité hace algunos años. La de Joyce tiene una estatua que lo retrata sentado, mientras que la de Canetti es lo más sobria posible. Se conocieron brevemente en vida y ahora su proximidad involuntaria se presta a todas las interpretaciones comparatistas. En El juego de ojos se menciona al escritor irlandés, y no será el único. Esta autobiografía desborda de referencias a escritores y artistas como Brecht, Musil, Broch, Thomas Mann, Alma Mahler, Werfel, lo que la ha convertido en un documento de esos años de esplendor germánico antes de la Segunda Guerra Mundial. Las he vuelto a leer y mi fascinación ha crecido, con excepción del último tomo póstumo. Expresionista, profundamente irónico, atento escucha de los demás, las memorias de Canetti son una indagación sobre sí mismo: la muerte de su padre, la tensa relación con la madre y, sobre todo, los años erráticos sin un destino en el horizonte. Aunque los talentos con los que se vinculó desde muy joven son abrumadores, no menos importantes son las apariciones de maravillosos personajes sin fama de los que Canetti extrae lo mejor.

Como suele ocurrir con la memoria, lo que brilla con más intensidad es lo más remoto. Con esta autobiografía, como con otras, me sorprende la misma gradación óptica: los momentos más ricos y reveladores son los años de infancia y de juventud, es decir, los de incertidumbre. Por lo general, estas grandes memorias de escritores terminan opacándose cuando se acercan a los momentos de esplendor del éxito, y algunas los eluden, como El pez en el agua de Vargas Llosa o Vivir para contarla de García Márquez, o más bien son críticos con el éxito incipiente como la autobiografía de Juan Goytisolo, verdadera excepción de un escritor de primer orden.

Las memorias clásicas como las de Rousseau, Las confesiones, incluso las de San Agustín, también incurren en ese misterio de un fulgor iniciático. Ese vagar de búsqueda y tanteo tiene lo mejor de la vida: la plenitud ciega del instante que solo se comprenderá después. Pero nunca es suficiente la simple crónica, si no media la madurez retrospectiva que es la que acepta, dignifica y pule lo que pareció perderse en el pasado y que nunca fue menor. Sin esa doble tensión, entre ingenuidad inicial y sabiduría posterior, ningún libro de memorias alcanza la fluidez viva que los recuerdos parecen tener por sí solos. (O)