Soy de los que creen que matar a cualquier persona es un delito y que hay vida desde la concepción hasta la muerte. No hay ninguna cuestión religiosa en esta afirmación, como tampoco la hay en una ley que establezca que es delito envenenar a la suegra. Decidir si se puede matar a una persona que nos molesta no es una cuestión religiosa, como tampoco debería serlo saber desde cuándo hay vida y por tanto también muerte.

Hay una vieja discusión entre naturalistas y positivistas, las dos bibliotecas que rigen toda la filosofía del derecho. Los positivistas sostienen que lo que no está en las leyes no es derecho, por tanto si la ley no dice que sea delito asaltar un banco, podemos salir mañana a intentarlo, que nadie nos detendrá. Los naturalistas sostienen, en cambio, que antes que las leyes humanas está la naturaleza, que tiene sus propias leyes y son inmutables. Los positivistas dicen que primero está el derecho y después la vida conforme a ese derecho, y los naturalistas que el derecho no es más que la reglamentación de la vida misma. La tierra no es redonda ni plana porque lo diga una ley, y no matamos a nuestros semejantes porque lo prohíba otra ley sino porque está en nuestra naturaleza y la ley lo confirma penalizando el homicidio.

El positivismo jurídico cayó en una terrible contradicción el día en que la Alemania nazi decidió aniquilar a los judíos y cometer otras atrocidades, que fueron todas perfectamente legales. Fue por eso que en 1945 los juicios de Nuremberg tuvieron que acudir al derecho natural para juzgar a los criminales de guerra. Algo analógico sucedió con la llamada obediencia debida que intentó justificar miles de asesinatos desde el poder en la Argentina de los 70: si nunca hay que obedecer una orden o una ley injustas es porque hay una Ley por encima de la ley.

La conexión entre la religión y el aborto no se da por ninguna ley de las religiones. Es que para el cristianismo (también para el judaísmo, el islam y supongo que para todas las religiones del mundo) las leyes de la naturaleza son leyes de Dios y por tanto el hombre no tiene ninguna autoridad ni posibilidad de cambiarlas. Y coinciden los que no tienen religión, o no creen en Dios, pero también sostienen que la naturaleza tiene sus propias leyes que los hombres no podemos cambiar. Aunque establezca lo contrario una ley, el sol seguirá saliendo todos los días por el oriente, los mangos no dejarán de caerse del árbol cuando están maduros y la vida seguirá empezando en el momento de la concepción.

La sanción de una ley que permite interrumpir voluntariamente el embarazo —por ejemplo, de niños con síndrome de Down— no se debe a la evolución o decadencia del cristianismo ni de la Iglesia católica, sino a la decadencia de los individuos que componen el género humano, cada vez más preocupados por el propio bienestar y por descartar lo que les molesta. En ese sentido la ley del aborto —sancionada a fin del año pasado en la Argentina— es un progreso que nos pone más cerca de los países donde el egoísmo está más avanzado y también entre los que establecen esta indignante desigualdad ante la ley. (O)