La primera vez que llevé a mi hijo mayor a conocer el mar fue todo un acontecimiento. Tenía 2 años y observaba maravillado la inmensidad del mar, la arena; el sonido de las olas; no entendía por qué no me molestaba que se ensuciara y encima le diera juguetes para jugar con toda esa ‘tierra’.

Cogidos de la mano nos encaminamos a que tocara el agua. Abrazado de mi pierna, no quería soltarse y había que enseñarle a saltar las olas en la orilla. Él solo corría, que no le tocara el agua; luego con más confianza cargado en mis brazos, o sentados en la orilla, esperábamos que llegaran las olas; la risa y la felicidad de mi hijo son momentos grabados en mi mente que no olvidaré. Todo este proceso se fue repitiendo con mis otros dos hijos, tanto en los buenos momentos de saltos y de gozos como de las caídas, revolcadas y tragadas de agua, que no faltaron. Pero el tiempo fue pasando, les sigo enseñando a saltar las olas, no tengan miedo, levantarse si nos tumban, estar alerta y seguir divirtiéndonos. Hoy mis tres hijos están más altos que yo, ahora soy yo quien permanece en la orilla, los veo adentrarse en el agua, ya no los puedo cargar, pero disfruto viéndolos. Antes les insistía en que no tengan miedo en ingresar al mar, ahora les pido que no se alejen mucho, regresen a la orilla. Les veo, maravillada, todo lo que pueden hacer, pero también me preocupa la corriente cuando es fuerte y arrastra para adentro; entonces me pregunto si les enseñé lo suficiente. En la vida y el mar, hay momentos de diversión, y caídas, ‘olas’ problemas que tumban sin control, corrientes que socavarán la arena que ellos pisarán. Entonces quiero que sepan que siempre estaré allí, ya no puedo sostenerlos en mis brazos, pero permaneceré parada en la orilla, vigilante ante cualquier ‘ola’ que pueda hacerlos temblar, estaré orando que no les pase nada y si caen correré para consolarlos y recordarles que cuentan conmigo. (O)

Valeria Vidal Zea, madre y economista, Guayaquil