Hablar de independencia judicial en Ecuador es casi un acto de fe. Desde 2008, cada fiscal general ha repetido el mismo patrón: actuar con dureza contra los opositores del poder de turno y mirar hacia otro lado cuando son afines. Lejos de una casualidad, es la consecuencia de un sistema diseñado para subordinar la justicia al poder político.
Ecuador frente al espejo de la Constitución
La Constitución del 2008 entregó la elección del fiscal al Consejo de Participación Ciudadana (CPCCS) y a la Asamblea Nacional, dos espacios donde el mérito es la excepción y la cuota política casi que es la regla. Irónicamente, el CPCCS se creó expresamente para “despartidizar” el Estado, pero terminó siendo todo lo contrario. El reciente caso de Augusto Verduga, consejero electo con respaldo partidista evidente, demuestra que los partidos ya no necesitan influir desde fuera: ahora ocupan directamente los espacios desde donde se designa a quienes deben fiscalizarlos.
Así, la Fiscalía nace con un defecto de origen. Un ejemplo claro fue Galo Chiriboga (2011-2017), quien persiguió con dureza a opositores, como el asambleísta Galo Lara, mientras frenaba investigaciones sensibles. Al mismo tiempo, casos de corrupción como Odebrecht y Petroecuador eran casi ignorados. Años después, Diana Salazar (2019-2025) giró la brújula: procesó a decenas de exfuncionarios, pero los escándalos de los gobiernos de Moreno y Lasso avanzaban a paso de tortuga. En Ecuador, la justicia no es ciega; es miope: ve con claridad solo cuando le conviene al poder de turno.
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¿Es hora de una nueva Constitución?
Y por si fuera poco, la Asamblea puede destituir al fiscal por causales tan vagas como “infringir gravemente la ley”. Es decir, los investigados pueden despedir al investigador. Absurdo, pero real.
Considero que, mientras la elección del fiscal siga dependiendo de los políticos, seguiremos atrapados en este círculo vicioso. (O)
Víctor Alfonso Cedeño Bravo, Guayaquil


















