La indiferencia es una mancha en la condición de ser humano. Soslayar lo que ocurre al prójimo, pasar por alto sus lamentos o reclamos, endurece el alma. Juzgar únicamente por tener título y cosas, intentar pertenecer a grupos ‘selectivos’ y ‘privilegiados’ de la sociedad, desconfigura la naturaleza gregaria del hombre y lo pierde en el entramado materialista de la existencia; esfuma bondad, cortesía; promueve el pensamiento único y sus acciones conllevan a un espíritu autoritario, amenazante que se transforma en violencia.

La violencia es golpe, maltrato, herida, crimen, a lo físico. La supera la indiferencia al sufrimiento y al dolor ajeno. La pobreza es el mayor de los males de la sociedad no solo orgánico, sino mental y emocional. A esta situación indolente y desequilibrante se debe combatir mediante acciones corporativas y personales, con solidaridad y filantropía. Pasar por la vida siendo indiferente, es no vivir. Los dones recibidos deben volcarse a la atención a los desposeídos, al que no tiene trabajo, al asalariado que no alcanza estándares mínimos de bienestar. El ser humano es más espíritu que materia en un periodo de vida extremadamente corto. Esta realidad debería ser motor de su tránsito, no tener solo responsabilidad personal y familiar sino también social. Al que trabaja y se hace rico, todo respeto si la fortuna la comparte con los pobres; pero al que acumula montañas de dinero y, peor, expolia al prójimo, merece crítica denostable. Virchow sentenció, los médicos somos los abogados naturales de los pobres. (O)

César Rodrigo Bravo Bermeo, médico, Guayaquil