Con mucho orgullo puedo decir los amigos de mi barrio de la calle Sucre entre Pedro Moncayo y avenida Quito, centro de Guayaquil, sin mencionar los nombres, marcan la diferencia de otros muchos amigos que confluyen entre excompañeros de trabajo, los de reciente data o conocidos sin mayor referencia que de haber departido breves momentos de alegrías, discusiones deportivas o temas de ocasión.

Los de mi barrio no son amigos, son mis hermanos sociales fusionados bajo los lazos de respeto, la solidaridad, el cariño; calificativos que sobrepasan las medidas o los parámetros que se enmarcan dentro de esa formalidad rígida y mal entendida limitante de las espontáneas manifestaciones del alma. Amigos de la infancia, juventud, madurez, y hoy de nuestra tercera edad fuimos procesando el añejamiento de nuestras existencias por los caminos de la más alta sensibilidad, de esa que hace dilatar al corazón... Sin duda alguna, repercutió en nosotros el enorme gusto de compartir momentos gratos e inolvidables en las aceras, calles, casas y los zaguanes.

En el anecdotario barrial surge en mi memoria aquella reprimenda que recibí por no haber podido expresar los valores intrínsecos de toda la fraternidad. Aconteció que un amigo al cumplir los 35 años se fue a trabajar a la capital de la República. Por muchos años no tuvimos contactos. Formó su hogar. Dije que cada vez que cualquiera de nosotros viajábamos a Quito, éramos recibidos por este amigo de manera esmerada e inclusive perdía algunos dólares al dejar de realizar sus labores cotidianas, corroborando la desprendida generosidad. Mi interlocutor me corrigió: “Todos los del barrio somos así poniendo en alto la solidaridad, unidad..., hacer el bien”. Hoy estamos los que estamos, y los que partieron no se fueron del todo, están cobijados por el recuerdo de sus acciones. (O)

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César Antonio Jijón Sánchez, Daule