Con gran alegría celebramos el 8 de diciembre (en el mundo, los católicos), la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima, que fue preservada del pecado original desde el momento de su concepción. En Ella, el demonio no tuvo parte jamás, gracias a la “retroactividad” –digámoslo– de los méritos del que sería su hijo según la carne, el Hijo de Dios.

María es “Virgen y Esposa” (Himno Akáthistos). Está viva en la Gloria y no espera su resurrección como los santos y nosotros mismos: no podía permanecer en el sepulcro quien es Inmaculada y Madre de Dios encarnado Jesucristo quien desde la cruz nos la entregó como madre, representados nosotros en san Juan evangelista. En momentos muy difíciles en la tierra, Ella se ha aparecido a personas muy humildes, con un mensaje de Dios de advertencia y salvación (muy conocidas las apariciones de la Virgen de Lourdes y Fátima y Guadalupe). “La Inmaculada” es un dogma proclamado por el beato Pío IX en 1854 (Bula Ineffabilis Deus)... ¿Qué decir de la Virgen?, no hay palabras, sino emoción y lágrimas. “Ella enamoró al Altísimo. Es la rosa de los vientos que marca esperanzada el rumbo al cielo, la aurora del nuevo milenio, la Madre siempre Virgen, la más asombrosa paradoja de Dios. No se puede pensar en María sin inundarse el corazón de consuelo y alegría. No se la puede contemplar –su imagen sin verter lágrimas de amor” (J. R. G. 8–12–2004). (O)

Josefa Romo Garlito, Valladolid, España

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