Ahí yacía sentado él, con la mirada fija, como recordando las mejores vivencias pasadas. Seguramente memorias de cuando era joven, fuerte y guapachoso.

Yo lo miraba con recelo porque pensaba que podría explotar de furia si interrumpía su divagar, por eso prefería seguir observándolo medio escondido, y trataba de adivinar ¡qué mismo sería lo que lo tenía tan absorto! A mis escasos 5 o 6 años me era imposible resolver tan misterioso acertijo. Pasaba la gente y respetuosamente le hacían una ‘venia’. Algunos hasta sonreían mientras se sacaban el sombrero. Por ahí, uno que otro chiquillo malcriado le tiraba papeles, palos y hasta piedrecillas. Pero él, con la paciencia que caracteriza a los ‘viejos’ y a los santos, ni se inmutaba. Ya en la tarde, después de la siesta volví a salir, pero aquel ‘viejo’ regordete y mal vestido seguía tan orondo recostado sobre su vetusta silla de madera que alguna vez habrá sido de acabado fino y elegante.

Esa noche, como siempre, me habré ido a dormir temprano. No dejaba de pensar en lo melancólico que había estado ese señor durante todo aquel raro día, y en las sensaciones especiales que yo había tenido. Algo inusual para mi corta edad. Pero unos gritos de angustia mezclado con cierta algarabía festiva como algún tipo de cumpleaños o celebración eufórica, me despertaron.

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Fue triste lo que vi. Aquel descalzo regordete tendido en media calle, y de pronto las llamas lo envolvieron consumiéndolo ipso facto, quedando solo cenizas. No sabía si llorar, pues todo el barrio entre abrazos y sollozos, sosteniendo alguna copa de no sé qué, decía a viva voz: “¡Feliz año nuevo!” (tomado de la memoria de mi ‘disco duro’ interno). (0)

Roberto Montalván Morla, músico, Guayaquil