En el aeropuerto de Guayaquil es pésimo el servicio que ofrecen a las personas mayores y a las que están impedidas de desplazarse y necesitan de una silla de ruedas. Es el peor servicio que he visto en mi vida.

Cuando vine de Quito en el mes de noviembre del año pasado, nos demoraron a una señora y a mí, mientras fuimos empujadas cada una en silla de ruedas, por una persona, y finalmente al llegar al carrusel de las maletas no había nada ni nadie, y el pobre joven que nos llevaba a las dos no atinaba qué hacer ni qué explicación darnos.

Luego de algún tiempo de angustia y de atraso, nos enteramos de que como nuestros equipajes no habían sido reclamados, los habían llevado a una oficina y pudimos recuperarlos.

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¡El joven que nos ayudó tuvo la penosa tarea de empujar en forma simultánea dos sillas de ruedas ocupadas y, además, nuestras maletas!

El mes pasado, regresé del extranjero. La situación en el aeropuerto de Guayaquil sería risible si no hubiera sido tan incómoda: eran por lo menos doce sillas de ruedas y solamente tres (si no eran dos) las personas para empujarlas. Los pobres jóvenes trataban de hacer lo imposible, pero la tarea era titánica y el método que se les había ordenado seguir, totalmente ineficiente.

Primero –y nos pareció interminable luego de venir de un largo vuelo– nos alinearon en el pasillo para desde allí, de dos en dos colocarnos frente al ascensor hasta reunir seis sillas y bajarnos. Los parientes de algunas personas que tenían la suerte de viajar acompañadas, hartos de tanta espera decidieron empujar las sillas.

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Los jóvenes del servicio de las sillas de ruedas no tienen la culpa, deben terminar muy agotados.

Sugiero a la administración del aeropuerto que antes de atribuir sus falencias a otros, dé una mirada a las propias y les pongan fin. (O)

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Dora María Fassio Arzube, licenciada en Ciencias de la Educación, Guayaquil