Por lo general, al finalizar las confrontaciones bélicas de grandes proporciones quienes han salido victoriosos de ellas se han empeñado en crear regímenes internacionales que preserven un cierto orden y eviten nuevas debacles o, al menos, que logren mantener los conflictos a niveles tolerables. La llamada Guerra de los Treinta Años, por ejemplo, que involucró prácticamente a toda Europa, derivó en la paz de Westfalia de 1648 en el que se pactaron una serie de principios y reglas de conducta mínimas de coexistencia, un arreglo al que se le atribuye el nacimiento del derecho internacional moderno. Con el fin de las Guerras Napoleónicas, el Congreso de Viena en 1815 se encargó de crear, con la participación de la derrotada Francia, un sistema de balance de poderes que funcionó bastante bien por casi un siglo. Al concluir la Primera Guerra Mundial (1914-1918), las potencias vencedoras diseñaron un nuevo régimen internacional que lamentablemente no habría de durar sino 20 años. Al final de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), probablemente una de la más grande tragedia bélica que sufrió la humanidad, las potencias vencedoras, lideradas por los Estados Unidos, forjaron un muevo régimen internacional. A estos ejemplos pueden sumarse otros en la antigüedad, como fue el entendimiento que llegaron las ciudades griegas luego de haber repelido a los persas.

Una y otra vez las naciones se han esforzado por crear (...) reglas que regulen un orden mínimo...

¿Democracia hackeada? La desaparición de los otros

Lula: Brasil y China Co.

Varios son los factores que pueden explicar la versatilidad o el fracaso de los mencionados regímenes internacionales y otros similares. La presencia o no de un actor hegemónico con la suficiente capacidad y voluntad de garantizar la estabilidad de dicho orden, el nivel de apertura del régimen y su flexibilidad para acomodarse a nuevas situaciones, son algunos de esos factores. Pero lo que todos ellos tienen en común es que han sido criaturas del ingenio humano, de estadistas, diplomáticos, militares y, en general, de líderes políticos, guiados por el deseo de preservar un mínimo de estabilidad en el sistema internacional; un sistema, que debido a la ausencia de una autoridad central, es inherentemente anárquico y proclive a los conflictos. Una y otra vez las naciones se han esforzado por crear instituciones, principios y reglas que regulen un orden mínimo en ese escenario de anarquía que es el sistema internacional. El presente orden internacional ha mostrado una vitalidad significativa. Diseñado en 1945 por las potencias que vencieron al nazismo y el fascismo, ha perdurado con altos y bajos por casi ochenta años. Su principal eje ha sido la Organización de las Naciones Unidas, que ha servido como una suerte de paraguas para el funcionamiento de otros diseños institucionales similares especialmente en el campo de las relaciones económicas. La vitalidad del sistema institucional creado en 1945 debe su explicación en buena parte a los principios organizadores que inspiran a su arquitectura: el multilateralismo, la apertura económica, la democracia, la defensa de los derechos humanos, las alianzas estratégicas, los mecanismos para asegurar la paz y el compromiso por el desarrollo. Hoy ese orden internacional está siendo sometido a serias amenazas.

La seducción de la irracionalidad parece haber regresado. Sin embargo, quienes lo han puesto a prueba no han presentado una alternativa que sea mejor. (O)