Anoche soñé con un amigo que murió hace poco y cuya pérdida aún me niego a aceptar. Había una fiesta en un salón lleno de gente y de repente lo veía llegar. Me lanzaba de rodillas a sus brazos y me desbordaba en llanto mientras le repetía: me hace tan feliz verte, no esperaba ya encontrarte. Lo abrazaba y miraba sin poder creer que volvía a tener ante mí su ternura, esa sonrisa con que enfrentaba la fuerza arrolladora del mundo. Fue un sueño catártico de esos que nos recuerdan cuánto necesitamos dejarnos sentir, incluso esas emociones abrumadoras que nos avergüenza demostrar ante otros.

Recuerdo el funeral de mi abuelo, el llanto contenido de la familia, hasta que llegó I, la mujer que trabajaba en casa de mis abuelos cuidando a niños y viejos, limpiando, alimentando, acompañando. Su voz llenó el silencio como una bandada de pájaros colorea un cielo gris. Lamentos musicales traídos en su alma desde su tierra natal (El Chota), ensartaba las palabras como mullos en un infinito collar de poesía con el cual todos nos pudimos vestir para llorar mejor. Quiero que me lloren así cuando muera, que me canten un réquiem nacido fresco de los labios: que se desgoncen las puertas herrumbrosas con que aprendemos a sellar lo que sentimos, que se rompa la represa y fluyan las aguas para purificarlo todo.

Contar y cantar, sentir, expresar, compartir y conectar son, a fin de cuentas, actos de esperanza.

Sentir, expresar, compartir, conectar: llorar por los nuestros y los de otros. He visto demasiadas veces la fotografía de las tres chicas asesinadas en Esmeraldas. Pienso en sus madres y en mis hijas. Veo sus cuerpos jóvenes y sus sonrisas radiantes de futuro. Quiero lamentar su muerte a gritos y en grupo: mancharnos la cara con tierra, cubrir los espejos, rasgarnos el hombro de la camisa, gritar hasta que el dolor se convierta en melodía y la desesperanza en poesía. Hay muertes ajenas que nos quitan el sueño. Sueño es un mar reflejando el sol en mil colores, barquitos de pescadores regresando al hogar con el alimento de sus hijos. Pesadilla es esos pescadores abaleados, su sangre tiñendo el agua, sus cuerpos tirados entre las canoas.

Si la muerte natural o elegida duele, la muerte violenta e indigna nos abrasa, nada apaga su furia. No olvidamos a los colegas de diario El ComercioPaúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra— asesinados hace ya 5 años. Y seguimos sumando crímenes horrendos e impunes. Recientemente la periodista ecuatoriana Karol Noroña tuvo que salir del país para no ver cumplidas las amenazas contra su vida, recibidas tras su cobertura de las masacres carcelarias y otros engendros hijos del narcotráfico y Estados fallidos. Años de investigación llevaron a la periodista a entender que “la guerra contra las drogas es un fracaso, y es un fracaso asesino” (¿cuántos muertos más necesitan los gobiernos para comprender lo evidente y renunciar a esa fórmula fracasada?). Mientras tanto, los periodistas sabemos que “frente al miedo lo importante es denunciar, decir, contar. Y seguir enfrentando a un Estado que nos está dejando morir. La lucha por el periodismo es una lucha por la vida”, afirma Karol Noroña. Contar y cantar, sentir, expresar, compartir y conectar son, a fin de cuentas, actos de esperanza. (O)