“Sus ministros no me gustan, mantantirutirulá”. Apenas sonaron los primeros nombres del gabinete del presidente Lasso, aparecieron las críticas de los así llamados analistas políticos, que aquí son casi tan numerosos como “los técnicos ad honorem de la selección de fútbol”, más entendidos que el profesor Gustavo Alfaro. De la misma manera, surgieron las aprobaciones eufóricas y los memes ilusionados sobre “nuevos amaneceres” y así por el estilo. Eternamente insatisfechos, esperamos que las soluciones vengan del otro, sin preguntarnos por nuestra propia responsabilidad en aquello de lo que nos quejamos, como decía Freud de sus primeras histéricas hace más de un siglo. Somos un pueblo quejicoso, y lo somos más cuanto más tenemos; porque aquella mayoría ecuatoriana, que come y vive con un dólar diario, ni siquiera tiene un lugar para hacer oír su palabra.

En cuanto a las críticas, ellas no dicen tanto de las aptitudes de los criticados cuanto de los prejuicios y activismos con pretensión ideológica que consumen a los criticones. Así por ejemplo, unas ministras son desaprobadas por sospechas de correísmo converso, otro por gamonal opusdeico, estos por muy jóvenes, aquellos por ilustres desconocidos y la mayoría por el solo hecho de no ser mujeres. La queja histérica empieza por la entronización de un amo, del que se espera omnipotencia y perfección, para terminar defenestrándolo cuando finalmente no ha respondido a esas expectativas, a pesar de sostenerlo allí por algún tiempo. Entonces, la queja histérica es el reverso de la aclamación inicial en el mismo fenómeno periódico. En nuestra vida política, los ecuatorianos hemos repetido el ciclo entero muchas veces hasta el presente.

Ignoramos, porque nos conviene, que los corresponsables fundamentales de nuestra vida política y sus avatares somos los ciudadanos, para empezar. Lo somos en cuanto electores, manifestantes, difusores de chismes y rumores, terroristas de las redes sociales, multiplicadores de ilusiones y decepciones y espectadores pasivos que no se hacen cargo de su propia responsabilidad en aquello “que nos pasa”. “Lo que nos pasa, lo que nos dan, lo que nos quitan y lo que nos hacen”, en lugar de lo que nosotros mismos hacemos o evitamos para construir aquello que logramos tener. Por ello, y para que el pueblo se interrogue sobre su propia responsabilidad política, en otras partes se acostumbra la regla de los primeros cien días cuando un nuevo gobierno sube. Un período inicial de abstinencia de críticas y comentarios en los medios para que la nueva administración se asiente, defina su estilo y coja ritmo.

Así, y como dicen aquellos que en este país no tienen lugar para su palabra: “Déjelen nomás ahí que se estése” durante cien días al nuevo gobierno, antes de empezar sus análisis, críticas, comentarios, laudatorias y sugerencias. Hasta entonces, invitémonos a reflexionar sobre la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene en esta situación a la que hemos llegado y de la que nos quejamos, desde nuestro propio lugar de trabajo, producción, desocupación, opinión, represión, complicidad, corrupción, expoliación, inacción o silencio. (O)