Una sola vez escuché la voz de Almudena Grandes, casi directamente. Fue en mi auto, al otro lado de un teléfono, como una resonancia cálida e incomprensible, porque no hablaba conmigo. Fue, creo, en junio de 2015. Esa mañana había entrevistado a su compañero, el poeta Luis García Montero, actual director del Instituto Cervantes. Me ofrecí a conducirlo hacia la Rayuela, ya que él quería visitar alguna librería quiteña y tomar allí un café. Hablaron durante unos pocos minutos, muy cariñosamente. García Montero le contó el resumen de su periplo en Quito, de nuestra entrevista, de la cotidianidad de esas habitaciones compartidas que para ellos era un estado del espíritu, con viajes de por medio. Al final de la llamada le dije a García Montero que me había encantado la última columna de Almudena.

Y era verdad. En esa época, mucho más que esta, buscaba desesperadamente mi estilo de columnista. Ya empecé a sospechar que yo no quería ser uno como aquellos que dictan y asisten a los talleres de periodismo de opinión; yo quería hablar de otras cosas y con todo el cuerpo, lejos de lo mediático, de lo obvio. Quería escribir columnas como si no pudiera o supiera hacer nada más en la vida, como asistiendo a un rito íntimo, radicalmente literario. Buscaba columnistas que me guiarán y Almudena fue una de ellas. Y es que la Grandes escribía con furia cuando los vaivenes políticos de España la asqueaban, con un dolor insoportable cuando el mundo se caía en pedazos o cuando los oprimidos sufrían injustamente, como siempre. Ponía en sus columnas la misma pasión que en sus novelas o en su militancia. Pero sus columnas no dejaban de ser literatura, en el sentido más alto, no dejaban de causar un profundo extrañamiento, una levedad, una liguera inhalación frente al mundo.

Pienso, como lector, que el reglado más grande que me dio la Grandes fueron sus imágenes de Madrid. El Madrid de la Cuesta de Moyano, donde compré libros esenciales de mi juventud a cambio de pocas monedas. El Madrid que fue capital de la república tricolor, aquella por la que se escribió la literatura española fundamental del siglo XX, esa literatura que también padeció la persecución, desaparición y el exilio de sus máximos representantes. El Madrid de Mariano José de Larra, el columnista que encontré cuando más lo necesitaba y al cual he seguido todos estos años, desde que los periódicos del Ecuador me han permitido publicar en sus páginas. El Madrid que mi madre me compartió como si fuera el relato de un paraíso perdido. Buscando volver a ese Madrid ilusorio y a la vez descarnado llegué a la literatura de Almudena Grandes. Y Madrid ya no será, nunca más, sin ella.

Recuerdo que esa columna, que en mi auto de esa época elogié ante García Montero, era sobre el Parque del Retiro, los paseos que de niña o adolescente hizo Almudena por los confines de ese bosque repleto de maravillas en medio de la gran metrópoli. La memoria, definitiva, de una ciudad que constantemente se transforma para no perder su esencial madroño original, mientras nuestras vidas frágiles siguen su curso hacia el olvido. No he vuelto a encontrar ese texto y han tenido que pasar algunos años para comprender, en alguna medida, la dimensión arrasadora del amor que le tenemos a ciertas ciudades, aquellas que son el escenario de nuestras derrotas y nuestra melancolía, y que, por tanto, nos constituyen, nos reafirman en el mundo. Y recorriendo el Quito de mi infancia, meses atrás, recordé a Almudena Grandes y pensé en Madrid y en el amor y la alegría que para siempre se quedan en ciertas calles, en ciertas esquinas, en ciertos lugares queridos.

Había pensado en rendirle un homenaje a la vida prolífica de Almudena Grandes (1960-2021) hablando del erotismo en Las edades de Lulú y su evocación de la época del destape, su narrativa exploratoria en torno a las complejidades de la Guerra Civil Española, su feminismo lúcido, su compromiso con el estudio de una literatura que resistió al fascismo y que encarnó el más puro sentido de la memoria histórica, pero no, no he hecho eso. Esta columna me salió desde los afectos, porque los escritores queridos son amigos, nos acompañan en las desventuras de la vida, y su muerte duele harto. Por eso he vuelto a leer, con toda la alegría y toda la tristeza, la antología Almudena (El Ángel Editor, 2015), de García Montero, para acompañarlo un poco en su luto, que hoy es el luto de una lengua entera, de una literatura, de una memoria que gracias a ella no se apagará así de fácil. (O)