Una mirada a América Latina da lugar a un moderado optimismo seguido por un pesimismo más pesado. La visión positiva se deriva de los datos que demuestran que en la mayoría de países se está venciendo al virus y que en pocos meses este será un mal recuerdo. La reducción del ritmo de contagios y de muertes, así como la baja en la tasa de ocupación de las unidades de cuidados intensivos son los principales indicadores al respecto. Pero la visión negativa se impone cuando se consideran las condiciones que presentan esos mismos países para enfrentar las tareas que son necesarias e imprescindibles para salir del hueco en que los sumió la pandemia.

El desafío no es solo para los gobiernos, sino para las sociedades y en particular para la manera de entender y practicar la política. La nueva situación no será la normalidad que conocimos. La pandemia redefinió varios aspectos básicos de la organización y el funcionamiento de las economías nacionales. Básicamente, aceleró el proceso de transformación de las empresas, que debieron adoptar modalidades de trabajo virtual y se vieron obligadas a poner más énfasis en los factores que reducen costos y elevan la productividad. De cualquier manera y más allá de la voluntad de los empresarios, esto tendrá un impacto negativo sobre el empleo o, en términos más generales, sobre la inserción laboral de gran parte de la población. El mundo volverá a enfrentarse a problemas que se consideraban superados o por lo menos en vías de solución. América Latina en particular estará tentada a desempolvar los viejos textos que trataban sobre la marginalidad, pero siempre con el cuidado de recordar que hacían referencia a situaciones muy diferentes y que, consecuentemente, llevaban a soluciones que no servirán para la realidad que se avecina.

El debate que se abre con el cercano fin de la pandemia es sobre el modelo económico en su conjunto y no solo sobre una parte de este. Sin embargo, los actores políticos –que son quienes tendrán la responsabilidad de enfrentarlo– no dan signos de entenderlo y menos aún de asumirlo. Una muestra de esa ceguera se encuentra en los temas sobre los que giran las elecciones que se realizarán en varios países en este mes. Argentina, empeñada en seguir el libreto escrito hace setenta años, no puede romper la cadena de una pesada ancla constituida por los diversos bonos y subsidios que llegan a alrededor de veinte millones de personas. Chile se debate entre las protestas sociales y la evidencia del fracaso de temas emblemáticos del famoso modelo exitoso (como la educación y el sistema de pensiones), pero en lugar de arreglarlos escogió el laberinto de la elaboración de una nueva constitución (les habría sido muy útil una mirada a la historia ecuatoriana con sus veinte constituciones). La elección de Nicaragua es, como dice Idea Internacional, “un plan doloso para acabar con la democracia” y la de Venezuela puede ser otra burla del gobierno autoritario de Maduro.

Sin elecciones en lo inmediato, el resto de países –quizás con la excepción de Uruguay y Costa Rica– tampoco abordan el problema de fondo. El anhelo compartido es volver a la antigua normalidad sin aceptar que a esta la define el adjetivo: antigua. (O)