La prensa ha informado detalladamente las desastrosas consecuencias de la confrontación bélica entre Rusia y Ucrania, testimoniando incontables fallecimientos de soldados de ambos bandos y bajas en la inocente población civil, dolorosa tragedia para mujeres, niños y ancianos, pronto los responsables serán evidenciados y fuertemente sancionados por las cortes internacionales. Poco ha trascendido sobre la víctima silenciosa que es la madre naturaleza, por la grave contaminación de la atmósfera invadida por partículas tóxicas con un diámetro 50 veces superior a lo permitido, llegando a las aguas superficiales y subterráneas, suelos agrícolas y subsuelos, cuyas secuelas empiezan a manifestarse o lo harán con mayor fiereza en el futuro.

El acontecimiento relatado más la superación y salida de la epidemia, el alto costo de alimentos y las dificultades logísticas para movilizarlos se confabulan para configurar un atentado a la supervivencia de los seres vivos, con el hombre a la cabeza, animales y plantas de algunas regiones del planeta; el perjudicado oculto no es de prioritario interés para los líderes mundiales que continúan irrespetándolo y no cumpliendo las promesas rendidas en el Acuerdo de París del 2015, pues las emisiones no han sido controladas en la medida del compromiso asumido, a excepción de contadas naciones que sí las han honrado.

La literatura internacional con poca difusión de estos tópicos revela que la movilización de tanques y aviones de combate utilizados en el conflicto contaminan entre 67 y 74 veces más que un auto nuevo europeo que difunde al aire 108 gramos de CO2 por kilómetro, dicho que se fundamenta en el entendido de que un avión caza MiG/29 emite 8.000 gramos de CO2 por kilómetro, en tanto que los tanques T/72 lo hacen con 7.000 gramos de CO2. En paralelo, se ha comprobado la irremediable contaminación de suelos con metales pesados residuos de las batallas, que se van acumulando hasta volverlos inútiles para la producción de alimentos sanos.

La guerra ha generado cierre de mercados para la actividad bananera ecuatoriana, causando una debacle que se extiende a otros centros de consumo por sobrecarga de oferta y consecuente reducción de precios, afectando el dinamismo de la actividad y subida exponencial de tarifas de fletes, lo que desemboca en pérdidas de cultivos, destrucción de racimos y otros residuos de la suculenta hierba gigante, virtuosa por su voluminosa masa verde que la conforma, que al descomponerse, si no se maneja adecuadamente el proceso de incorporación a la tierra, provoca putrefacción con la subsecuente emisión de efluvios funestos que se confunden con el aire.

La guerra ha registrado incendios forestales, averías de cosechas y suelos que culminarán con su degradación, sacrificio de ganaderías de todo tipo, impedimento de preparación de terrenos para nuevas siembras. Mientras Ecuador agrega a la tropelía contaminante las indetenibles emisiones que provocará la acumulación de racimos en carreteras y calles indiferente de lo que significó cultivarlos utilizando 730 metros cúbicos de agua por cada tonelada de fruta, huella hídrica de respetable significado. (O)