Recuerdo mis primeros días en televisión, al mando del contenido de un prestigioso noticiario estelar, hace 20 años. Era plena época de la dictadura del rating, ahora corregida y aumentada con una serie de herramientas tecnológicas de medición de audiencias.

Me llamó poderosamente la atención ver la angustia del productor ejecutivo, la mañana siguiente, cuando llegaba el reporte de medición y prendía la computadora para ver “cómo nos fue”, cómo se desarrolló la curva de sintonía, cuánto nos dejó el programa previo, en qué momento se produjo el crecimiento sostenido y en qué momento alguna caída. Detectados los minutos “buenos” y “malos”, corría a confrontarnos con el libreto del noticiario, para saber qué pusimos al aire “bien” y qué no debíamos poner más.

Y lo que relato no es ningún secreto ni exclusividad de canal de televisión alguno, sino la generalidad en muchos, sobre todo aquellos que se disputan el liderazgo en audiencias y que tienen aún ahora al rating como una espada sobre sus cabezas. Porque de la medición cuantitativa, jamás cualitativa, de esas preferencias dependía y depende la pauta publicitaria que, aunque muchos condenan y rechazan, ha sido la forma en que la prensa ganó algo de libertad de acción, desde que los comunicadores lograron desmarcarse, siglos atrás, de los antojos de los mecenas que financiaban las artes.

Recuerdo intensas discusiones por inconformidad con el rating. De ellas surgieron no solo aquí, en otros medios del mundo occidental, las “chicas del clima”, la “chica de los deportes”, los “segmentos de farándula”, todos con la espectacularidad que los productores del primer mundo llaman “el show de las noticias”: siempre de pie, muy maquilladas y con ropas ajustadas. En el extremo de ese show hasta el productor local más audaz se asombraba con un noticiario ruso donde la presentadora se sacaba prendas a lo largo de su locución hasta terminar casi desnuda, y con el rating disparado hacia la estratosfera.

Debo confesar que, llegado de la prensa escrita, me costó tomar como válidos muchos de esos criterios de producción. Pero la experiencia me sirve ahora como consultora para entender el proceso más agresivo aún de banalización de la información que estamos viviendo, y no solo en una, sino en la multipantalla a la que nos ha llevado la tecnología, con las redes sociales en la cima.

En medio de pandemia y crisis económica, el país ha acudido esta semana al debate, no masivo pero sí intenso, de si se faltó o no a una medallista olímpica al preguntársele si sabe cocinar y lavar platos. Yo solo quiero abonar a la discusión que eso va enmarcado en esa banalización que ahora se pinta de “irreverencia” y “creatividad” que están exigiendo quienes pautan para colocar el dinero de “sus” marcas, porque es lo que gusta a las audiencias que se han cansado, supuestamente, de la comunicación formal, y prefieren un menjunje de datos, opiniones, sentencias y absoluciones en una misma frase.

Ahora, como antes, pierde la sociedad completa. Porque si la irreverencia se la pone por encima de la coherencia, la información pierde su principal virtud: ser útil para la toma de decisiones. (O)