Hasta lo último que supimos, más de 13 mil personas presentaron sus carpetas para optar por las 200 plazas que la Empresa Municipal de Aseo de Quito puso a disposición de las personas interesadas. Durante dos días, la televisión retrató la dramática escena: una fila interminable de hombres y mujeres, incluyendo madres con niños, personas mayores y jóvenes con título universitario, durmieron en la vereda desde la noche anterior y ocuparon no sé cuántas cuadras para intentar obtener un puesto como ‘obrero de recolección’, con un sueldo básico de 455 dólares mensuales más beneficios, insuficientes para mantener a una familia de manera digna en el Ecuador actual. Esta escena condensa la miseria de nuestro país y de su capital en varios aspectos, empezando por el problema del desempleo como lo más evidente.

Al margen de los desposeídos extranjeros que nos llegan... nosotros producimos nuestra propia miseria a todo nivel.

Aunque las cifras mejoraron en este año, según nuestro gobierno, el porcentaje de ecuatorianos que tiene un empleo seguro, adecuado y suficiente no llega al 35 por ciento, según las últimas cifras. Ello implica que siete de cada diez personas económicamente activas, incluyendo jóvenes con maestrías y posgrados, se debaten entre el subempleo y la franca desocupación. La situación configura una bomba de tiempo, donde el reciente y violento paro de junio podría interpretarse –también– como el anticipo de una explosión social que podría sobrevenir en algún momento en este país otrora pacífico. Pero más allá de constituir un indicador obvio del desempleo, la extensa fila de aspirantes para ocupar una plaza en un trabajo duro, desagradable e insuficientemente pagado, también podría leerse como el síntoma de nuestra decadencia nacional y de la desesperación que produce en la gente.

La aspiración de trabajar –honradamente– como recolector de los desechos de una sociedad inequitativa, indiferente y consumista, como la última opción antes del hambre, la delincuencia, la mendicidad o la muerte, simboliza nuestro funcionamiento social en general y nuestras relaciones internacionales. Somos un país productor de pobreza y mendicidad, en un continente en el que ciertos países –como Venezuela– fabrican y exportan pobres y mendigos a toda la región, mientras los sátrapas que los gobiernan gozan del poder y sus beneficios. Al margen de los desposeídos extranjeros que nos llegan y que ocupan nuestras calles haciendo malabarismos o simplemente pidiendo limosna con sus criaturas en brazos, nosotros producimos nuestra propia miseria a todo nivel. Desde un Estado que se las arregla para abortar los emprendimientos de quienes desean trabajar, hasta los patronos que explotan a los trabajadores y a los venezolanos que quieren laborar, pasando por nuestra clase media acomodada y ansiosa de vivir de sus rentas sin producir ni generar empleo.

Fabricamos basura sin parar y sin reciclar. Producimos pobres en serie sin mirar y sin sentir. Finalmente los equiparamos y los tratamos igual, como desechos. Preferimos mirar a otro lado, a nuestros teléfonos celulares o a Netflix, para no pensar en ello. O nos hacemos los intelectuales mirando las noticias y escribiendo cualquier obviedad en las redes sociales. Pero nada más. (O)