Benedicto XVI, el papa emérito de la Iglesia católica, ha emprendido la última etapa de su viaje hacia el encuentro con la verdad definitiva que con empeño buscó a lo largo de su vida como filósofo, teólogo, sacerdote, prelado y pontífice. La tiara de san Pedro no ha sido portada siempre por hombres preclaros, los hubo de limitadas facultades y escasa instrucción. Muchos mediocres, pero no faltaron los lúcidos y doctos como san Gregorio Magno. Con matices, los papas del siglo XX fueron personas con prendas intelectuales y morales suficientes. Pero, en dos milenios de historia, entre los sucesores de san Pedro ninguno estuvo al nivel intelectual, académico y cultural de Joseph Ratzinger. Habla fluentemente cinco idiomas, entiende otros cinco y lee en tres lenguas muertas. Recibió ocho doctorados honoris causa, fue catedrático universitario y publicó centenares de obras.

La juventud del primer papa alemán en un milenio fue marcada por la tragedia que inflamó a su nación y a Europa. Nació en un pequeño pueblo de Baviera y a los dieciséis años fue reclutado para servir en el demencial intento de Hitler de evitar la derrota del nazismo. Desertó y los aliados lo hicieron prisionero. Estudió Teología y Filosofía, pero sus intereses no se restringieron a la tradición católica, leía a escritores y pensadores modernos de tendencia existencialista, como Dostoyevski, Heiddeger, Sartre y Jaspers. Inició así una aventura intelectual audaz y renovadora. Su tesis, que fue inicialmente rechazada por “modernista”, trató sobre la filosofía de san Buenaventura, el filósofo que intentó una síntesis entre el agustinismo y el tomismo. Ratzinger se ha declarado seguidor de san Agustín, a pesar de que la Iglesia “oficialmente” sigue las tesis de santo Tomás.

Apenas tenía 34 años cuando concurrió al Concilio Vaticano II en calidad de consultor, entonces fue considerado como uno de los expertos más renovadores, pero luego se ha opuesto a malinterpretaciones del legado conciliar como la Teología de la Liberación, contaminada de marxismo. Por eso dicen que se volvió conservador. Si se analiza su pensamiento en profundidad, se verá que en realidad hay una sagaz coherencia en todas las etapas, desde el joven consejero hasta el pontífice, pasando por el prelado diocesano que fue en Múnich y, por supuesto, cuando con acierto Juan Pablo II lo nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la más alta autoridad de la Iglesia después del papa en materia de doctrina. Impresiona su capacidad para desarrollar la doctrina y luego concretarla en la práctica eclesiástica. Considera que el catolicismo es ante todo una religión de razón, entendible y defendible en el diálogo, por eso no rehuyó nunca los foros públicos en los que conversó de manera constructiva con eminentes filósofos no creyentes. Dios creador es la fuente de la razón y de la libertad. Gran conocedor de la Biblia, no rechazó los aportes de la exégesis moderna. Pianista desde su niñez, resaltó el papel de las artes en la experiencia religiosa, no como un adorno litúrgico, sino como fuente de fe. Su legado es inmenso y merecerá posteriores análisis. (O)