Carlos Ugo Santander

@Latinoamérica21

La invasión y destrucción de las sedes institucionales de los tres poderes del Estado brasileño, que residen en la capital Brasilia, es la reproducción de lo sucedido en Washington dos años atrás. Se trata de una estrategia común entre sectores de extrema derecha de diferentes partes del mundo que busca, por cualquier medio, deslegitimar la democracia, sus instituciones, y desestabilizar Gobiernos electos democráticamente.

Hacia el mediodía del domingo, cuando la capital aún no había retornado a la rutina tras las vacaciones, una turba de manifestantes pro-Bolsonaro ingresaron a las instalaciones públicas. Al igual que lo sucedido en Washington, los violentos manifestantes de ultraderecha tuvieron tiempo suficiente para destruir los símbolos de la democracia brasileña antes de que fueran desalojados por la policía.

La complacencia de las fuerzas policiales de la capital frente al ensañamiento de una multitud vandalizando el patrimonio público evidencia una cadena de decisiones displicentes que exponen no solo la incompetencia del alto comando de la policía, sino también su connivencia, la misma que linda con la prevaricación y complicidad, mientras que, por el lado de los manifestantes, su encuadramiento queda claramente sujeto a la ley de antiterrorismo en Brasil.

Por otro lado, quizás el mayor peligro para la democracia y el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva se encuentre en la relación de sometimiento de las Fuerzas Armadas a la figura de Jair Bolsonaro, un fisiologismo inédito en el que se dieron privilegios y en el que miles de cargos de la Administración pública fueron entregados a los militares; incluso, hubo algunos que ganaron sueldos estratosféricos.

Así, de los gestos de amenaza en círculos privados, como la de no prestar continencia al jefe de Estado, también se puede creer que dentro de las Fuerzas Armadas se puedan esconder y activar elementos que podrían actuar deliberadamente y de forma paralela al Estado de derecho. Esto, con el objetivo de fomentar enfrentamientos no convencionales, a fin de herir políticamente al gobierno de Lula.

A esta peligrosa articulación se suman las milicias paramilitares que vienen actuando desde hace una década en algunas ciudades de Brasil y que se han desarrollado incluso bajo el reconocimiento público de Jair Bolsonaro. Esta actitud del expresidente, quien ahora está en Miami, permitió armar a sectores de extrema derecha bajo la fiscalización deficiente de las Fuerzas Armadas y que bien podrían actuar en cuanto a un aumento de la violencia.

La responsabilidad política del expresidente Bolsonaro tiene que ver con el no reconocimiento de su derrota en las elecciones del 30 de octubre de 2022. Desde entonces y hasta la toma de mando de Lula da Silva, Bolsonaro entró literalmente en un estado catatónico, sin capacidad de reacción ni de digerir la derrota —que no contemplaba—; en los dos únicos eventos públicos de los que participó lloró impotentemente ante la desbandada de sus antiguos aliados.

La ola de frustración de sus seguidores tras la derrota fue proporcional a la violencia que, por medio de la intimidación y persecución, incluyendo varios asesinatos por motivos políticos, se asentaron cotidianamente en los simpatizantes y militantes de Lula da Silva durante la campaña electoral. Los espacios públicos ocupados por bolsonaristas crearon un ambiente artificial de victoria frente al silencio de un elector contrario que evitaba manifestarse públicamente para enfrentar cualquier represalia.

Tras la derrota y la interpretación del silencio de Bolsonaro como una señal a actuar, millares de bolsonaristas ocuparon los frentes de los cuarteles militares en algunas ciudades de Brasil para exigir un golpe de Estado. Desde rezos bajo lluvias torrenciales hasta marchas en zigzag, los fanáticos, embriagados de un pseudopatriotismo y estimulados por el himno nacional, exigían derrocar al Gobierno. Brasil fue testigo de las imágenes más surrealistas y absurdas de la historia de la república y quizás de América Latina.

Durante esas semanas y antes de que Lula asumiera la Presidencia, en los campamentos bolsonaristas montados frente a los cuarteles comenzaban a tejerse planes violentos como el impedimento de la toma de mando del presidente el 1 de enero. En ese marco, Bolsonaro abandonó el país dos días antes de la asunción, y al no entregar la faja presidencial, avaló, en cierta medida, las estrategias de los acampados.

Ante el abandono de poder por parte de Bolsonaro, el presidente del Tribunal Electoral y ministro de la más alta Corte de Justicia (STF), Alexandre de Moraes, uno de los protagonistas en defender la transparencia de la contienda electoral, buscaron acusar criminalmente a los patrocinadores de la organización de actos que conspiraban contra la democracia. Algunos pocos bolsonaristas fueron presos y otros multados. Sin embargo, no fue suficiente.

La asunción de mando de Lula da Silva, en un ambiente de normalidad con relevante simbolismo, dio la sensación de un ambiente político apaciguado, y no se esperaba un episodio semejante al sucedido en el Capitolio de los Estados Unidos luego de la derrota de Donald Trump. Por ello, la depredación y la tentativa de destrucción de las sedes de los tres poderes por bolsonaristas han impactado no solo a los brasileños, sino también a gran parte de la comunidad internacional.

Frente a este escenario desolador, no alcanza con la intervención del Gobierno federal en el ámbito de la seguridad pública de Brasilia o con apartar del poder al gobernador del Distrito Federal para afirmar la democracia. De hecho, este puede ser apenas un episodio de un conjunto de eventos que pueden seguir presentes. Por ello, es necesario aplicar la ley y evitar la impunidad para pacificar finalmente el país. (O)