Hubo un tiempo en que se producía tensión entre los conceptos de cantidad y calidad de vida. Los padres trabajadores declaraban dedicar especiales cuidados a los hijos que dejaban en manos de abuelas y nanas durante la jornada laboral, y velaban por ser amorosos y atentos en las escasas horas antes del sueño. La ‘calidad’ del acompañamiento remplazaba al tiempo de ausencia.

Cuando constato cuán pronto morían las personas hace apenas un siglo, también me centro en el mismo concepto. Mis abuelos varones murieron en los primeros años de sus cincuentenas, los artistas, cuyas vidas frecuentemente sigo, se apagaban pronto y la ancianidad era un regalo excepcional. ¿Habrá el talento pagado con frutos esas existencias breves?

Mi edad me pone ambiciosa respecto de la calidad: ya me volqué en el trabajo, ya le di energía, creatividad y palabras; ahora aspiro a ese mediano pasar, sin demasiados sobresaltos, abundoso en pensamiento y reflexión, y nutrido de las voces con quienes conversar es un arte y una constatación alegre de la vida. Si contara con una sociedad ordenada, donde se cumplieran las leyes y la gente alcanzara, poco a poco, sus legítimos derechos, tendría un panorama relativamente favorable. No ocurre todo lo contrario. La realidad parece una alfombra deslizante en declive, en caída limpia.

La vida de un ciudadano ecuatoriano está anclada en su situación económica.

La vida de un ciudadano ecuatoriano –y la de un ciudadano del mundo – está anclada en su situación económica. Las desigualdades son escandalosas, inhumanas, irrevocables: que el diez por ciento de la población viva con $ 1,90 diarios y otro 30 %, con $ 2,50, son datos que nos gritan y nos acorralan en el pesimismo. Pero en términos generales, a quienes no estamos en esa extrema situación la cotidianeidad nos sabe amarga por un sinfín de razones. Anoto unos signos, de paso: en esta ciudad nos cortan el agua potable, en cualquier barrio y sin previo aviso; los chamberos asaltan los desperdicios y hacen insalubre cualquier sector; cada semáforo es un foco de riesgo al dejarnos al albedrío del asaltante avizor; la salud pública es la tomadura de pelo de la cantidad de personas que se ven obligadas a buscar ese servicio (cuando es un derecho de todos los que hemos aportado al IESS durante la vida entera), la ofrecida devolución del IVA a las personas de tercera edad llega tarde o nunca.

Podría seguir mirándole el rostro a la vida diaria y recogiendo el malestar del presente, el abandono que se siente ante el trámite engorroso, ante ‘las fallas del sistema’ –excusa de toda inoperancia–, ante la torpeza de cualquier dependiente que nos obliga a regresar varias veces por tener que cambiar de domicilio, de marca, de almacén. Es como si, de una parte, una indolencia profunda hubiera enfermado la psiquis de los oferentes y por otra, una enfermiza resignación nos hiciera arrastrar los pies, a los solicitantes.

En este clima social, las euforias guayaquileñas del mes de julio me sonaron más huecas y memorísticas, repitiendo versos o consignas que se remontan a unos sentimientos hoy completamente enflaquecidos, sin sustento ni asidero. Ver afectada así la ligazón con lo propio, es enormemente doloroso. Sobrevivimos por encima de nuestras reales necesidades, renunciando a nuestros legítimos sueños, atendiendo el diario vivir, simplemente, porque no queda otro remedio. (O)