Al mundo se le ha hecho natural el castigo. Viene de muy atrás. Viene del Antiguo Testamento con aquello de yo soy quien castiga hasta la tercera y cuarta generación. En todo caso, incorporado como medida disciplinar –caso de los progenitores– y como ejecutoria política –en manos de los gobernantes–, está instalado en las creencias y prácticas de la humanidad.

Sería largo historiar el suplicio como medio de búsqueda de la verdad. El delito era una ofensa a la persona del rey, por tanto, él tenía derecho a la venganza. Hoy vemos absurdo que se haya creído que torturar a un sospechoso obtuviera la revelación que se buscaba, cuando todos sabemos que el dolor físico tiene un límite de resistencia y para detenerlo, los prisioneros son capaces de afirmar los mayores dislates. Sin embargo, los regímenes totalitarios la siguen infligiendo. O la cautividad en deplorables condiciones –¿qué pasará con los presos políticos en Nicaragua?, me pregunto– puede ser considerada la gradual aniquilación de la condición humana.

Los padres y madres saben que la formación de sus hijos exige, de vez en cuando, de “mano fuerte”, que el amor también consiste en poner límites a los desbordes emocionales y deseos de los niños, y que, en la lenta adquisición de valores, esos que vienen en el discurso y más que nada en el ejemplo, decir “no”, implantar horarios y demarcar hábitos resulta indispensable. ¿Es el castigo también una práctica del hogar? Considerado como sanción, el castigo forma parte del toma y daca de la interacción con los hijos en edad de crecimiento.

Dicho esto, habría que admitir que las relaciones entre adultos son acuerdos provenientes de cualquier clase de proyecto o interés, llámese amistad, gremialismo o matrimonio. Muchas veces no hay reglas escritas para llevar a efecto esos acuerdos (no se me escapa que en ocasiones sí las hay, como en los casos de matrimonios con separación de bienes). Los sentimientos son vivencias que ligan o desunen, pero en su mayoría nos mejoran la calidad de vida. Siempre me quedaré corta en celebrar las galas de la amistad, vínculo espiritual que perdura más que todos los otros afectos, que enriquece la psiquis con el diálogo y que aporta la seguridad de contar con otros. El amor justifica la vida y nos sostiene en la idea de que acompañados somos mejores que estando solos. ¿Podemos incluir el castigo en estas relaciones?

La realidad de las mujeres me contesta la pregunta. El hombre que mantiene económicamente, que cela porque se siente dueño de su pareja, que ordena y espera acatamiento desde en las fruslerías domésticas hasta en las decisiones mayores, ostenta poder. Y quien manda puede castigar. Entonces, el jefe de la casa, el que se sienta a la cabecera de la mesa, el que figura en el nombre de una mujer con la preposición “de”, o el que la enamoró en un cortejo galante y le mandó flores y la colmó de regalos, puede convertirse en el ser que, situado en una escala superior, impone algo. Y los lenguajes de la imposición podrían venir como insultos, golpes, violación o muerte.

El perfil de los castigadores es advertible. A veces se oculta detrás del piropo, del volumen de la voz tan proclive a subirse, de la opinión agresiva, del regodeo en saltarse las reglas sociales. Es cosa de abrir los ojos. (O)