Quizás es irrelevante ocuparse del incidente en la reciente entrega de los Premios de la Academia de Hollywood y de los chistes de mal gusto de las presentadoras y del maestro de ceremonias. Cuando el mundo mira con horror y frustración a un Vladimir Putin decidido a arrasar la tierra de los ucranianos. Cuando al planeta parecería no importarle que la gente se sigue matando todos los días en países que carecen de interés para las grandes potencias, como Siria, Yemen, Afganistán y el Congo. Cuando a la mayoría de los ecuatorianos parecería no afectarles el nivel de ingobernabilidad al que hemos llegado, entre la peor Asamblea de nuestra historia y un Ejecutivo supuestamente casto y bienintencionado. Pero conviene decir algo por dos razones que nos conciernen a todos.

Primero, durante muchas generaciones, el cine de Hollywood fue el vehículo más eficiente para la transmisión de la ideología, los valores, las simpatías y antipatías, los prejuicios, los estereotipos de género, los modelos de pareja y de familia, las modas, las creencias religiosas, las supersticiones, y los esquemas de la sociedad norteamericana, sobre el planeta entero y de modo especial sobre nuestro continente. Hemos crecido con esas referencias representadas por películas, personajes y estrellas, como crecieron nuestros padres y nuestros hijos. Hemos sufrido esas influencias y sus cambios de corriente. Así también, hemos descubierto que no todo lo que brilla es oro, desde que Rock Hudson nunca fue el supermacho que aparecía en la pantalla.

Segundo, entre la vanidad, el descontrol, la desestimación por el valor de la palabra y el odio, Will Smith y Chris Rock nos representan a todos. Ellos encarnan ese borde que todos tenemos, que algunos ponen en acto con frecuencia, y que otros se esfuerzan por contener. Ese lado no reconocido que pasa a la acción de manera irreflexiva en algunos personajes públicos cuando suben a la tarima, al proscenio o al balcón, y en personajes ordinarios por efecto del alcohol o de las circunstancias. Ese extremo que suplanta la palabra por la acción muscular y el argumento por el chirlazo, o que usa las palabras como golpes de puño en lugar de instrumentos del pensamiento. Ese lado oscuro que lleva a la Academia de Hollywood y al público incauto a dividirse entre los que aplauden a Smith y los que lo censuran, ignorando que si la bofetada fue real, las estrellas actúan en la pantalla y fuera de ella si hay público, excepto cuando se les escapa un tiro como a Alec Baldwin.

Pero algo se ha movido un poquito en esa “fábrica de sueños”. El glamur de la entrega del Óscar ya no puede ocultar que las estrellas son personas ordinarias, y algunas son muy ordinarias en las acepciones más ordinarias de la ordinariez. Podemos divertirnos un rato con sus producciones banales para no pensar, pero nos hemos vuelto más exigentes con aquello que se nos ofrece como películas “candidatas”. Cada vez son menos las que merecen verse en esa línea, o siempre fue así y hemos crecido. Quizás Hollywood también ha empezado a reconocer sus límites como vehículo ideológico, desde que premió a Parásitos hace tres años, o antes. (O)