Quiero celebrar los cien años de EL UNIVERSO. En sus páginas editoriales colaboro desde 2008, debido a la invitación de Carlos Icaza y Emilio Palacio, para quienes tengo mi mayor gratitud. De no ser por ellos, yo no habría escrito 331 artículos, este incluido, y que podrían haber sido el doble si hubiera aceptado la propuesta de escribir semanalmente. Acostumbrado a escribir en prensa desde los diecinueve años con esa extraña libertad del ensayista y articulista ocasional en distintas revistas o periódicos, sin ninguna urgencia, la continuidad de una columna me marcó un giro inédito.

EL UNIVERSO había sido desde mis comienzos de lector el espacio en el que quería colaborar. Muy joven intenté acercarme, pero no me aceptaron. Era muy pronto. Pasaron los años. Mis colaboraciones de prensa empezaron en otros periódicos, hasta que encontré un espacio continuo en El Espectador, de Colombia. Un día, EL UNIVERSO reprodujo un artículo mío que había salido en El Espectador. Empezaba a ser el momento de volver a mi expectativa inicial. Y así ocurrió que comencé a enviar quincenalmente mi columna editorial.

Puede sonar excesivo haber escrito más de trescientos artículos a lo largo de trece años de relación con este gran periódico centenario. La experiencia del articulismo no solamente está vinculada a lo que se dice, sino a lo que se calla. Es más aquello que se pudo haber dicho pero que no se consideró necesario. Mientras la realidad, en el periodismo, se impone para dar cuenta de ella en sus menores detalles, la opinión debe ser cautelosa frente a la gratuidad de los desbordes.

Cuando empecé a escribir en este Diario había iniciado la persecución a la prensa por parte del gobierno de Rafael Correa hasta culminar con sus infames juicios a EL UNIVERSO pidiendo indemnizaciones de millones de dólares por una columna editorial o caricaturas de ese talento del humor, mi amigo Bonil. Fueron años de agobio para este Diario y para los periodistas críticos de Ecuador. Me sentí tentado a replicar a cada uno de esos desmanes, solo que habría sido seguirle el juego. Mi enfoque en mis columnas editoriales se han centrado en problemas de cultura y literarios, casi siempre de orden global con ocasionales incursiones en problemáticas ecuatorianas. Debido a que llevaba más de quince años en el extranjero, mi percepción del lector no quería ceñirse solo a Ecuador, tomando en cuenta que debido a internet, serían artículos legibles en cualquier parte. Sin embargo, la situación desaforada de la obnubilación correísta, exigía responder en casos puntuales. Solo ahora que el tiempo ha pasado, y cuando es posible ver que aquel vociferador prepotente ya no tiene ninguna relevancia –aunque con los vaivenes de la política todo puede volver– queda remarcada la importancia de defender las palabras y su libertad, porque estas quedan, como lo demuestran estos cien años de supervivencia.

Sé que los periodistas de oficio no nos consideran a los escritores que escribimos columnas editoriales como periodistas en el sentido completo de la palabra. Tienen razón. Su pulso inmediato con la realidad no es el mío, más bien mediado por distintos puentes y filtros que no solo que no se niegan o borran, sino que se ponen en primer plano. A mí me interesa convertir en actual (o en real, si se me permite) aspectos o situaciones que no tienen la urgencia inmediata de lo informativo. Lo que viene a significar que soy prescindible en un periódico. Tarde o temprano, pensé, habría sido obvio que no se contara más con mis artículos. Estaba dispuesto a eso, siempre lo estoy. Tampoco quise en ningún momento privarme del recurso a las complejidades del lenguaje y del léxico en aras de ese tan ansiado alcance masivo. Es decir, iba a seguir escribiendo como siempre lo he hecho. Mi sorpresa fue descubrir que iba en serio lo de la libertad de expresión. Mis editores de EL UNIVERSO me la daban y ratificaban año tras año, permitiéndome reflexiones que se han alejado de esa avidez por la actualidad, incluso preocupado por la literatura, la novela y las escrituras más imprevistas. Jamás mis editoras me han censurado un tema, jamás me han puesto una consigna, que no sea la estricta extensión en palabras. Esta libertad de expresión tiene un alcance que supera los temas políticos, e implica también esa libertad para distintos lenguajes y concepciones de lo que no es inmediatamente visible del mundo. Mientras estos cien años de EL UNIVERSO demuestran que los gobiernos pasan y que quienes defienden que se pueda buscar la verdad sobreviven a sus perseguidores, pese a todas las dificultades, a mí y a mis pocos lectores también nos demuestran que es necesario defender los otros lenguajes y ritmos del ser humano, esa libertad que habría que llamar poesía aunque se lo denomine, a secas, literatura.

La prensa ha nutrido a escritores de todas las épocas, desde Baudelaire a Poe, de Larra a Rubén Darío y Barba Jacob, pasando por José Martí, Quiroga, Onetti, Marta Traba, Elena Poniatowska, García Márquez o Borges, que nunca habrían sido quienes fueron de no ser por esa puerta abierta de la prensa que les permitía el puente de la modernidad hacia lo real. No olvido la clásica advertencia del círculo de d’Arthez al joven Lucien de Rubempré, en Las ilusiones perdidas de Balzac, sobre los riesgos mercenarios del periodismo, y que Vargas Llosa en Conversación en La Catedral y Aguilar Camín en La guerra de Galio plasmarían de manera magistral en sus variantes latinoamericanas del siglo XX. Pero precisamente he sospechado que quizá le faltó a Lucien tener esa experiencia. Lo habría salvado de las otras variantes mercenarias o engoladas del mundo editorial y literario, no se diga de las burocracias culturales y de las capillas ardientes de poderes fatuos. Así que mi gratitud a EL UNIVERSO, a su valiente ejemplo, a Carlos Pérez Barriga, a mis colegas de página, a mis editoras Nila Velázquez y Liliana Anchundia, y a los lectores que sustentan y acompañan esta historia de libertad. (O)