Recordaba recién con mamá cuánto nos divertía de chicos realizar las posadas navideñas y tocar la puerta de los vecinos, cantando: “Eeeen nombre del cieeelo, ooos pido posaaada, pues no puede andar miii esposa amaaaada”. Arrastrando también las vocales, estos respondían: “¿Eres tú José? ¿Tu esposa es María? Entren peregrinos, no los conocía” y nos recibían con abrazos y dulces. Eran los días en que nos alegraba enviar y recibir, de parientes y amigos, tarjetas deseando felices fiestas, que colgábamos en el árbol.

Apenas llegaba diciembre, mis tías Hurtado Flor armaban un pesebre gigante en su casona del centro de Guayaquil, que contemplábamos durante horas. Animales de toda especie aparecían en medio de corrales, capas de musgo, papel Kraft y espejos que simulaban lagunas. Completaban el escenario una decena de pastores en tamaño extra large, los jovencísimos San José y María, y tres altos Reyes Magos, algo escondidos.

Cerca de la medianoche del 24, la tía Rosita anunciaba quién colocaría al niño Jesús en la cunita. Ella era mi madrina y discretamente me favorecía, de lo cual se daba cuenta mi segunda hermana, y como su padrino era el tío Luis Macías y García, heredero –sin descendencia– de la corona al Trono de Chipre (¡una historia de película!), reclamaba el privilegio. Finalmente, yo la convencía de que en su futuro reinado no podría enojarse con trivialidades y hacíamos las paces; mi hermana con porte de princesa y yo, plebeya, a cargo del niñito.

Después de celebrar la Nochevieja recorríamos con papá varias calles de los alrededores. Tiendas, parques, balcones y barcazas en el río, adornados con luces y foquitos de colores, alborotaban nuestros sentidos y en especial la avenida 9 de Octubre, bellamente iluminada. Otro paseo imperdible era recorrer los barrios del sector, engalanados con pinos, guirnaldas de luces, estrellas y lindos nacimientos.

Llegábamos con las justas a la misa de gallo y a esa hora ya no sabíamos si el sacerdote hablaba en latín o danés. Pero nos manteníamos bien despiertos, ya que, una vez terminada la liturgia, comeríamos las deliciosas obleas llenas de manjar que preparaba algún alma caritativa. Ya en casa solo cabía dormir y esperar que las horas pasaran rápido para recibir los regalos que seguramente eran escondidos por nuestros padres en un agujero negro porque, a pesar de las pesquisas, nunca los encontrábamos.

En la época adolescente no íbamos directamente a las camitas. Primero festejábamos con la gallada el nacimiento de Jesús, tema del cual nos olvidábamos al segundo rompope. Volvíamos al hogar a tiempo para saborear un delicioso chocolate caliente, con su aroma a cacao y vainilla, y reposar un par de horas. Al mediodía del 25 disfrutábamos de los obsequios y el almuerzo familiar, y en la tarde caminábamos hasta la heladería o estrenábamos bici por “la Víctor”. Así de sencillo, así de hermoso.

Cuando mis nietas tuvieron edad de tocar algún instrumento para acompañar los tradicionales villancicos, compré unos juegos de tamborcitos, flautas, maracas y panderetas. Al verlos, ellas preguntaron desconcertadas: “¿Para qué es eso, abuela Gigi?”. Plop. (O)