En esta columna hemos comentado que nuestra sociedad se encuentra en un estado de histeria colectiva, desde hace algún tiempo.

Autoridades, políticos, empresarios, abogados, economistas, periodistas y dirigentes gremiales, por citar a los más recurrentes perfiles que sobresalen en el quehacer de nuestra sociedad en medios y redes sociales, con honrosas excepciones, se han dedicado a descalificar a sus opositores, permanentes o circunstanciales, endilgándoles calidades ajenas a su actividad o mezclando perversamente actividades, niveles de responsabilidad y otras prácticas, que generan confusión en la ciudadanía que cada vez entiende menos el país.

La política es, por esencia, escenario de debate, de controversia, de conflicto y de acuerdos, no solo en el Ecuador, sino en todo el mundo; y a lo largo de la historia ha sido capaz de juntar el agua con el aceite (hablando de ideología y esencia política), al tiempo que ha visto rupturas inesperadas y enemigos acérrimos, otrora aliados inseparables.

Esa es la esencia de la política, como la del ser humano. Todo depende de la circunstancia, del ánimo y de las partes involucradas en determinada situación.

Luego, si tenemos una sociedad en franca descomposición, ¿por qué la política debería gozar de buena salud?

Digo esto, porque nos estamos acostumbrando a creer que todos debemos estar en un “bando” en las confrontaciones del momento. Que si un medio o periodista es crítico con un líder, entonces necesariamente debe ser aliado, cercano o “comprado” por el opositor. Que si un político o agrupación política se opone a determinada actuación de su opositor o gobernante, entonces no hace patria o es golpista; o si alguien afín a una línea política en determinado momento critica su actuación, entonces es un “traidor”.

Que detrás de cada palabra o de cada declaración de un actor, hay alguna componenda, traición o intención delictiva; que no es posible que un político, periodista, líder gremial o profesional en ejercicio tenga una opinión libre e independiente.

Capítulo aparte merece la satanización del ejercicio profesional de la abogacía, cada vez más frecuente e intensa, pues, con más frecuencia vemos cómo a los abogados se les pretende endilgar los pecados de sus clientes o la linea ideológica de sus defendidos.

Evidentemente, el ejercicio profesional del derecho no puede ser patente de corso para, so pretexto de ella, formar parte de conciertos delictivos o participar en redes de corrupción. Condenamos a quienes se han prestado a ello, denigrando tan noble profesión y, en consecuencia, esperamos que sean juzgados con todo el rigor de la Ley.

Pero, que un abogado sea amenazado por los errores de su defendido, no solo que es inmoral sino, además, representa una fuerte amenaza contra el estado de derecho en una nación.

Como sociedad debemos reaccionar; que los buenos periodistas, políticos, lideres gremiales, abogados y profesionales en general, no caigan en el error de emular a quienes solo abren la boca para insultar o desprestigiar a quien no comulga con sus ideas o intereses.

¿Es que acaso, parafraseando la monumental interpretación de Julio Sosa, “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”? (O)