El sábado próximo se cumplirán 80 años de la firma del Protocolo de Río de Janeiro, suscrito por los Gobiernos de Ecuador y Perú, garantizado por los de Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos, que establecía ‘paz, amistad y límites’, entre nuestro país y su vecino del sur. Hace treinta años no había colegial ecuatoriano que no conociese de manera intensiva los pormenores del conflicto limítrofe entre estos dos Estados. Incluso se incorporaba en el pénsum de los establecimientos de educación secundaria la materia Historia de límites, como si no hubiese sido suficiente la permanente indoctrinación que sufríamos desde la escuela, a través de las materias de historia, geografía, cívica y cualquiera otra en la se pudiese introducir el tema territorial. Todo documento o comunicación oficial llevaba el lema ‘Ecuador es, ha sido y será país amazónico’. Y se gritaba que las tierras amazónicas son nuestras por historia, por derecho “y lo serán por la fuerza de las armas”.

En 1960, el presidente Velasco Ibarra proclamó la nulidad del protocolo. La justificación de este acto unilateral, que no fue reconocido por ningún país, era que el tratado de marras contenía errores que hacían imposible su ejecución, concretamente en la zona entre los ríos Zamora y Santiago. El latinajo ‘divortium aquarum’ se lo oía todos los días, todos los manejábamos. Los jóvenes que hoy tienen 25 años, ¿han escuchado tal término fuera de una cátedra de derecho territorial que solo cursan futuros diplomáticos? Esa zona en la que no se ejecutó el acuerdo fue calificada años después por el presidente Febres-Cordero de “herida abierta” que no se cerraría sino cuando se haya obtenido justicia para el Ecuador. La ‘herida’ se inflamó varias veces con conflictos armados. La victoria militar de 1995 generó en los ecuatorianos un espíritu positivo, que permitió aceptar en 1998 el final de siglo y medio de conflictos.

Cerrada la ‘herida’ fue impresionante ver que un asunto, que parecía determinante en la conformación del ser nacional, que para algunos cohesionaba y hasta daba sentido a la ecuatorianidad, se disolvió en semanas y ahora solo interesa a historiadores eruditos. Se llegó a decir que, desaparecida la amenaza externa, las contradicciones regionales y raciales dentro del país nos llevarían a una división. La historia demostraría que, después de todo, la cuestión territorial no era tan importante. Hay quienes se acomplejan de la pequeñez relativa del país, sin tomar en cuenta que países con menor extensión territorial, Suiza, Países Bajos o Uruguay, en la propia América del Sur, han conseguidos logros humanitarios, sociales y políticos mayores que grandes Estados que no han superado el subdesarrollo moral y económico. La soberanía es la capacidad de un pueblo de imponer su legalidad en un territorio; donde existen dictaduras, no hay soberanía, sino soberanos, lo que no es lo mismo. Al entregar el manejo de recursos a una potencia extranjera, a cambio de un ‘crédito’ es otra manera de renunciar a la soberanía, tan grave como una cesión de territorio. El protocolo de Río de Janeiro fue un trago amargo para Ecuador, pero no lo peor que nos podía pasar. (O)