En septiembre se cumplirán setecientos años de la muerte de Dante. Pero empezaré con un poeta que ha muerto dos días atrás, el 21 de marzo, el polaco Adam Zagajewski. En uno de sus libros, En la belleza ajena, hizo una reflexión sobre el proceso creativo de la gran obra de Dante: «Hay que imaginarse el momento en que la Divina Comedia existe como manuscrito inacabado, cuando aún no se ha convertido en el poema que despierta la admiración del mundo entero. Dante está escribiendo digamos el canto cuarto, y todo es posible; puede coger una pulmonía y morir antes, incluso, de haber acabado el Infierno. La visión de la totalidad, por supuesto, ya está latente en su cabeza, pero de ahí a su segura plasmación en el papel hay todavía un largo y peligroso camino; bacterias y virus —y también los enemigos políticos— no andan ociosos. Me gusta imaginarme ese momento, y no sólo por razones de naturaleza filológica. En cierto sentido, el mundo siempre se halla en esa misma condición —en la situación de un manuscrito inacabado—, incluso aunque nos parezca que ninguna obra maestra está fraguándose en este preciso instante”.

Zagajewski muestra a un Dante humano, perfectible y mortal, algo que se suele olvidar con los clásicos que parecen haber nacido perfectos junto con su obra. Pero nada más lejano a esto que Dante. Él mismo se encargó de hacernos entender que estaba en una búsqueda. Su primer libro, la breve Vita nuova, es una novela de autoficción donde inserta poemas del que explica sus orígenes e intensiones. Es la obra que recomiendo para entrar en Dante. Porque conviene decirlo sin rodeos: la Divina Comedia es una obra difícil. Comprendo las buenas intenciones de los promotores de lectura que se esfuerzan en sugerir perderle el miedo, que basta empezar a leerla. Borges recomendaba leer alguna edición bilingüe, primero un verso en nuestro idioma y luego consultar el original al lado. La salvedad es que hay que tener la cultura de Borges para entender lo que se lee. De manera que sí, aceptémoslo, nunca estamos lo suficientemente preparados para leer a Dante. Si para alguien que habla italiano requiere esfuerzo la antigüedad de la lengua y la versificación, para alguien que no conoce esa lengua, el esfuerzo se triplica. Cuando se le aparece Adán a Dante en el canto 26 del Paraíso, aquel le dice: “La lingua ch’io parlai fu tutta spenta” (La lengua que yo hablaba ya se apagó). Sólo la brevedad y concisión de Dante, y de allí la virtud de su escritura en verso, permite atrapar ese flujo torrencial del lenguaje antiguo que se perdería en la acumulación en prosa. Si a esto se suma el rigor simétrico de la Divina Comedia, como todos saben dividida en tres partes y articulada en versos de once sílabas en terza rima, exige una templanza en la lectura que cumplen muy pocos lectores. Hay caminos alternativos: las traducciones en prosa, como la de Cayetano Rossel o la de Nicolás González Ruiz, entre tantas. Para los más exigentes están las rimadas por Ángel Crespo, quizá la más fácil de conseguir, y la menos frecuente de Bartolomé Mitre, una de mis favoritas. Pero la que está más próxima a nosotros, es la de José María Micó y que publicó editorial El Acantilado en 2018. No dejaré de celebrar ni de recomendar la maravilla de esta traducción. Está en endecasílabos no rimados, profundamente filtrada por un cuidadoso lector del siglo de Oro: Micó ha estudiado a fondo a Góngora (ver su estudio sobre el Polifemo) y se fogueó con la traducción del Orlando furioso de Ariosto. Así trajo un Dante mediado por el punto más alto de la lengua española. A esto, su edición no trae notas a pie de página, delicia de eruditos y freno de lectores. Se atravesará la obra desconociendo las referencias, muchas crípticas, pero se avanzará sin detenerse demasiado y se abarcará el difícil conjunto.

Este es el otro ámbito de su lectura. No sólo hay entre Dante y nosotros siete siglos de un gran puente que no se le ve, como decía Lezama, autor de Paradiso. La misma Divina Comedia remonta la antigüedad. Además de Virgilio, están implicados otros escritores y filósofos, como San Agustín, que da entrada a su yo en Las Confesiones y que permite la entrada del yo de Dante, dubitativo y temeroso. En Il Convivio ya advertía la importancia progresiva o recorrido del mal hacia el bien en San Agustín. Ya no hay épica sino revelación de la falible subjetividad humana. También entra el lector en la obra y se vuelve testigo de un esfuerzo de escritura al que apela Dante varias veces dirigiéndose a él mientras recorre el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, compartiendo su asombro y la dificultad de trasmitir el horror o la maravilla. O el humor con el que escribe el tirón de orejas más emblemático de la literatura cuando Beatriz lo reta por haberse fijado en otras mujeres. O decir que termina un canto porque ya no tiene más espacio: “piene son tutte le carte”, es decir, se le acabó el papel. La verdad viene dos versos después: “non mi lascia più ir lo fren de l’arte”. No lo deja avanzar el freno del arte. Ya lo retuvo en Vida nueva. Hacia el final de esta, Dante declara que tuvo una visión tan intensa de Beatriz que prefirió no seguir hasta que pudiera tratar mejor sobre ese tema. Siempre está reflexionando sobre la escritura.

Dante a veces parece intocable. Tarde o temprano nuestros contemporáneos salvan la distancia, prescinden de la violencia en el horror infernal, y recuerdan su ternura, su delicadeza, de la que se nutrió Cervantes. En el siglo XX fueron Mandelstam, Eliot, Borges, Calvino, y hasta podríamos llegar a Ishiguro y Matilde Asensi. Pero de esto hablaré más adelante. No hay prisa. Quizá hasta les cuente una visita a su tumba en Rávena, si hay espacio y si no lo descarto en el último instante. (O)