Sin temer a los lestrigones y a los cíclopes, Natalia Lafourcade deseó que el camino sea largo. El resultado de esa expedición hacia el fondo de sí misma es su más reciente disco, que vio la luz a finales del año pasado, De todas las flores. Atravesó huracanes, diluvios y terremotos. En el mar naufragó. Sobrevivió y flotó. Subió a los volcanes, en plena erupción. Descendió al inframundo. Se supo derrotada, disuelta y rota, pero recibió la ayuda de María Sabina, antigua curandera del México profundo que, como Virgilio, supo guiarle. Quizá en este viaje, que emprendió sin timón y en el delirio, entendió que podía aprender de las flores. Ser un destino que sobrevive tempestades. Ser una fragilidad contra una tormenta. Crecer gracias a la misma lluvia que asola al mundo. Nadar entre lágrimas sagradas.

Al menos son dos las dimensiones de las flores. Una externa e irremediable, que como el clima enardecido tiene el poder del arrasamiento. Y una interior, en la que se puede volver a las raíces y renacer, dar frutos, ser una semilla nueva. Quizá la primera dimensión es el mundo. Quizá la segunda es el lenguaje. Lafourcade ha soportado ambas. Luego de casi siete años de indagar en la vertiente folclórica de la música latinoamericana y su poderosa memoria, lanza un conjunto de doce canciones inéditas, creadas como resultado de todo tipo de transformaciones, desde el encierro y la pandemia o el regreso a Veracruz, para lograr encontrar, como en el origen de todo, su voz más propia, la más genuina, la más diáfana.

Consciente, como nunca, de que a este mundo vino solita (y de que solita, como dicta la condición humana, se irá de aquí), sabe que las compañías y las nostalgias se agradecen, son parte de la vida y del aprendizaje. Son el hogar y la humilde lección. La agüita pura que nos baña. Y la alquimia de la música, en su caso, no solo transforma el dolor de relaciones rotas y los años perdidos en luz, sino en necesaria e indispensable experiencia, en un tramo que es parte de una ruta más grande, que no tiene atajos. El viaje del héroe o la heroína atraviesa dolores, desamores, boleros, bossa–novas, son cubano, samba y quizá, la valentía melancólica del yaraví, porque la muerte es la que da sentido a la vida: “Después de morir mi guerra, renazco agradecida”. Hay paciencia, no solo para componer, sino para rehacerse como voz y cuerpo, como espíritu y mente. La fuerza de las palabras se bifurca en la recreación consciente del último aliento. Antes que las palabras, hay una música que subsiste, que se niega a morir, sonidos que a duras penas han sobrevivido a la entropía y celebran. Hay un dejarse llevar por el viento.

Natalia Lafourcade ha entendido que, al final del día, la única que le puede decir cómo respirar, es ella. Su propia voz. Ella es su calidez y, como compositora y cantante, puede ser la calidez de todos y no extinguirse. Un disco que es un diario íntimo y un rito ha sido la llave. Al igual que en su tocaya literata Natalia García Freire, la búsqueda estética de Lafourcade encuentra su origen en la milenaria sabiduría de las plantas, en su poder creador. Porque toda mujer y todo hombre necesita ser su propia curandera, su lugar correcto, su redención y su aroma del jazmín. Con Lafourcade está la gracia de la energía femenina, la creadora de mundos, que es profundamente espiritual, fuerte en lo vulnerable, capaz de discernir lo importante: ya no los trofeos sino la certeza de las heridas y los remedios. El arte tiene sentido en la medida en que nos conecta con lo amado.

Para este disco no importan los géneros musícales o sexuales, importa el calor de los abrazos. Hay una manera de querer, liberadora, consciente y honda. Producido por Adán Jodorowsky, este proyecto se expande por el mundo de la música en español como una plegaria a la naturaleza, al pajarito colibrí que irrumpe en la tormenta. Con estas canciones, la compositora expresa además su deseo de que las personas que ella ama se encuentren bien y vuelen libres, sin miedo a las despedidas: “que te vaya bonito Nicolás, no tengas miedo de cruzar la puerta”. Algo como el amor, como la memoria, como el desapego, como el alivio. Como la certeza de que el existir es un proceso imperfecto y no podemos renunciar ni a lo bueno ni a lo malo, pero es un viaje en el que siempre hay un arribo, un rencuentro, un volver. Y quizá fue así, en el romper de las olas, como Natalia Lafourcade descubrió el significado de las Ítacas. (O)