Creo en la medicina moderna, científica, racional, occidental, alópata, académica. Lo hago porque mi experiencia inmediata me demuestra que estamos felizmente condenados a la libertad. Cada ser humano puede tomar las decisiones que contribuirán a conservar su vida y lograr felicidad. La libertad puede conducirnos a errores, cierto, pero para evitarlos tenemos la guía de la razón. El fruto más granado de la razón es la ciencia, que en el campo de la salud humana ha producido la medicina con las características señaladas. Si nos declaramos liberales debemos creer en estas disciplinas, porque pensamos que todo ser humano está dotado de razón que le permitirá escoger lo más conveniente para sí, es la “mano invisible” que genera la economía de mercado y la república como organización política. La evidencia abrumadora demuestra que las vacunas son uno de los mayores triunfos de las disciplinas científica. Así un liberal, en uso honesto y coherente de su razón, debe creer en las vacunas y predicar su uso. Si no lo hace se está deslizando hacía tendencias mágicas, que siempre terminan siendo fuente de opresión y no merecen el calificativo de liberal.

La ciencia es infalible en abstracto, bien en abstracto. En los hechos, los científicos se equivocan y sus conclusiones tienen el carácter de provisionales. Que aparezca el director de un organismo científico mundial a decirnos que, hablemos de un caso real, el calentamiento global es un hecho “irrefutable”, demuestra que ese funcionario debe volver a primer curso de universidad a estudiar epistemología. Karl Popper, padre de la filosofía de la ciencia, sostiene radicalmente que la característica fundamental del pensamiento científico es dejar abierta la posibilidad de ser declarado falso. Por eso el marxismo y la homeopatía no son científicos, pues sus adeptos creen que Marx y Hahnemann enunciaron de una vez toda su ciencia hace doscientos años y no podemos cambiarla.

Las vacunas contra el coronavirus han demostrado eficacia para desinflar la pandemia, no total, pero la suficiente como para ser usada como arma prioritaria en la lucha contra esta enfermedad. Pero, de allí a declararla obligatoria es éticamente discutible y depende de cómo se aplica esa obligatoriedad. Si se trata de vedar la entrada a ciertas áreas a quienes no se vacunen es una opción razonable, que puede ser implementada por el sector público con la colaboración del privado. Al fin y al cabo, el propietario de un supermercado, el administrador de una entidad estatal, el piloto de una aeronave, tienen todo el derecho del mundo para imponer las condiciones que consideren convenientes en su espacio. Ordenar desde el Estado la obligatoriedad de esta medida, en cambio, no cuadra y no va a funcionar. Centenares de miles de negocios pequeños no lo harán. Y exigir compulsivamente, con la fuerza pública, la administración de las inoculaciones, con controles callejeros del carné, es un impensable que esperamos no se le haya ocurrido a algún “benefactor” de esos que gozan con cada nueva variedad del virus, que alarga su reino. Eso podría ser en Corea del Norte, estamos en el Ecuador. (O)