Es un mito, un vacío en el calendario que preferimos disfrazar de mes. Llenamos aquel hoyo temporal con compromisos con la familia, los amigos y los compañeros del trabajo. Justificamos nuestra conducta mecanizada de comer, comprar y beber con el nacimiento de un dios, que no ha de entender por qué celebramos su cumpleaños con compras y deudas. Quizá por eso no nos visita más.

Acá, en la capital, a todo lo dicho le agregamos las fiestas de una ciudad que se la pasa gris los otros once meses del año; vistiendo una máscara de seriedad sobre tristezas y frustraciones reprimidas. Algunos vecinos se visten de felicidad; y a veces, aquella vestimenta logra echar raíces. Como todo lo que tiene raíces, eso crece y florece hasta marchitarse, para luego volver a crecer. No por nada las fiestas más felices de los pueblos más sencillos y auténticos son aquellas relacionadas con las cosechas.

Pero, en contraparte, hay muchos para quienes la felicidad o la estabilidad es un código de vestimenta obligatorio. Oscar Wilde decía: “Si quieres que alguien te diga la verdad, deja que se ponga una máscara”. Nada más cercano a la verdad; pero no funciona cuando la máscara no es libremente escogida, sino impuesta.

En mi ciudad natal, este hoyo llamado diciembre sirve para justificar aún más nuestro sentimiento icónico: la furia. Deseamos felices fiestas y próspero Año Nuevo, luego de insultar al conductor del carro frente a nosotros, a quien se demora atendiéndonos en el almacén, al que creemos que nos mira feo en la calle. Después de todo eso… ¡Bendiciones!

Las cosas mejoran cuando descubres que el individuo del que tanto huyes es un buen tipo; que sus defectos no son reprochables...

Y en ambas ciudades, las soledades de esta época se ven simbólicamente reflejadas en las que pasamos dentro de los autos y buses, que apenas logran arrastrarse sobre el asfalto. Los atolladeros de tránsito se vuelven más densos en esta época. Los vehículos se amontonan y estancan. Daría la impresión de que no quisieran llevarnos a nuestro destino. Probablemente sea una forma de hacernos recapacitar sobre aquel vacío con el que pretendemos llenar un vacío mayor.

Veo las luces de la ciudad donde vivo desde mi ventana. Su particular topografía hace que parezca un nacimiento enorme; tan grande que resulta complicado encontrar un pesebre en él. La soledad decembrina es eso: no encontrarse entre la multitud; temer encontrarte en una habitación vacía. Pero dicha soledad es un evento inevitable en nuestras vidas. No importa cuánto le huyamos, luego de lidiar con nuestros respectivos fantasmas –tanto los vivos como los muertos– tenemos ese “cara a cara” con lo que somos, cuando no hay nadie más alrededor.

Las cosas mejoran cuando descubres que el individuo del que tanto huyes es un buen tipo; que sus defectos no son reprochables o estigmatizantes; que, si tú fueras otra persona, te invitarías un trago y te contarías un chiste.

El último mes del año está diseñado para que nos sintamos solos, en la adormecida compañía de nuestros seres queridos. Aun así, me caes mal, diciembre. Esta vez voy a huir de ti. Me llevo a mis hijos muy lejos. También me llevo a ese yo que ahora me simpatiza un poco más. Ojalá no te conozcan en el lugar al que vamos. (O)