El último libro de ensayos de Diego Pérez Ordóñez, Cabaret Montaigne (USFQ Press, 2022), sigue la estela del ensayista que había publicado en 2014 un hermoso libro, casi clandestino por autoeditado, Cuadernos de Puembo, donde sustenta la idea del alegato en retirada. Nacido en Quito, el autor vive en una población del extrarradio de Quito, la del título de sus cuadernos. Un cierto retiro, una cierta perspectiva de distancia, hace de este ensayista de primer nivel una figura peculiar. A veces la urgencia por la actualidad convierte a críticos y lectores en forzados de la actualidad y del pecado provinciano de querer estar al día, incluso asumir una actitud de indiferencia hacia lo que no cumple esa posmodernidad rabiosa de la que Meschonnic proponía salir. No es el caso del autor de Cabaret Montaigne.

Aunque habla básicamente de escritores y literatura, sobre todo de novelas, la melomanía de Pérez Ordóñez no descuida sus pasiones musicales, desde el blues hasta Bob Dylan. Para entender la perspectiva liberada de las lecturas del autor, tengo presente las líneas con las que abre su ensayo sobre el músico: “La principal virtud de Bob Dylan ha sido aferrarse a su anacronismo”. Aquí conviene trastocar los aspectos superficialmente peyorativos del anacronismo para convertirlos en una especie de resistencia virtuosa a innovaciones apresuradas que someten la voz propia al canal impuesto, todavía no decantado.

También el título del libro, homenaje al gran ensayista francés, advierte de la perspectiva del autor. Y la cumple no solo en la afinidad asistemática, nada ortodoxa, en la capacidad para mostrarse precario y dubitativo, incluso contradictorio, sino que la aplica en esa manía minuciosa de Montaigne por la reescritura y ampliación de su emblemático libro Ensayos. Las ediciones que publicó en vida el gran escritor francés se ampliaron con nuevos ensayos hasta adquirir la extensión actual, y a eso se sumaron las correcciones y añadidos que generaron el debate entre las ediciones de Burdeos y la póstuma de Marie de Gournay. Diego Pérez había abordado, por ejemplo, a la figura de Javier Marías en sus Cuadernos de Puembo, y ahora en Cabaret Montaigne vuelve a él, reincorporando el texto del primer libro y haciendo correcciones mínimas, sutilezas de lenguaje y espaciados de mayor respiro. Y algo nuevo: otro ensayo más sobre la novela Berta Isla, de Javier Marías. Es como si no quisiera que se le quedara algo en el tintero, así que entra a analizar los matices de su lenguaje, la peculiaridad del arte para iniciar una narración, ese bang que configura un universo en expansión. Estos dos son los ensayos modelo donde se percibe la preocupación de sus lecturas: el gozo por recorrer figuras que han formado parte de la tradición, desde la más remota a las relativamente recientes, para actualizar su vitalidad. Sus acercamientos a Salvador Elizondo, Mujica Lainez, Virginia Woolf, Brodsky, Sebald, Mutis, Pamuk o Banville, no nos van a revelar a autores de actualidad –salvo Sandra Araya–, pero sí lo que sigue siendo original y vivo de sus estilos, de sus perspectivas, del gozo y la libertad que estos autores representan para él. Las visitas se repiten también con otro autor clave: Lampedusa. Si en los Cuadernos trasmitía el deslumbramiento de quien lo descubría, en Cabaret Montaigne esa fidelidad se amplía con el testimonio de quien viajó hasta la Palermo lampedusiana, visitó su casa y departió con sus familiares y herederos, rastreando las huellas de un fantasma querido.

Es como si se quisiera ganar un fondo mayor entre los ensayos de su primer libro y este último.

Cuando aborda la obra heterodoxa de Sebald lo hace con una preocupación óptica: “Sus libros –dice Pérez Ordóñez– parecen contados desde la perspectiva de un vidrio empañado”. Nuestro ensayista saca su instrumental para pulir los vidrios pero acentuando la riqueza de ese empañamiento, no para eliminarlo. Es decir, trabaja a favor de sus autores. De ahí que debo volver al concepto jurídico del “alegato”, esa argumentación en defensa de los derechos de un cliente. Lo señalo porque no quisiera pasar por alto la condición de abogado de Pérez Ordóñez, que indirectamente se manifiesta en sus ensayos. Los autores que analiza quedan a buen resguardo de las prisas y correcciones contemporáneas que quisiera restarle méritos a quienes forman parte del cabaret-biblioteca particular del ensayista.

Por supuesto, nada más errado que ubicar a este autor en un retiro completamente apartado del mundo. Ni mucho menos. Vive el día a día la bulliciosa ciudad y está al tanto de las novedades editoriales, de esa bullente actualidad que lleva a la dispersión, y en sus recurrentes viajes sigue ese afán voraz. Pero todo se decanta al momento de volver a la lectura serena donde los valores literarios y estilísticos entran en juego y se derrumban las fachadas de cartón piedra que no resisten la corrosiva exigencia melancólica de un lector escrupuloso. Los autores y los libros de los que nos habla Pérez Ordóñez están cobijados por alguien que no tiene la pretensión de un crítico instrumental de convertir los libros en cobayas ideológicas que lleva a su terreno o que los elige por su evidencia temática, tampoco tiene el afán bullanguero de hacer coro a la novedad editorial de los últimos meses. La lectura, parece decirnos una y otra vez en sus reflexiones, consiste también en defender el derecho a desconectar de lo que se nos quiere imponer como consenso, como urgencia de consumo, como prisa del reconocimiento inmediato. A fin de cuentas, lo que terminamos por ver en sus ensayos es una máscara en la que brillan los ojos de un lector fiel que hizo la criba y ofrece lo mejor de sí mismo: su mirada. Esa es la gran libertad de la lectura, su impulso ineludible a compartir lo que se ha leído y releído, como quien busca a sus semejantes para susurrarles un secreto. (O)