En su famosa obra Leviatán publicada en 1651, el filósofo inglés Thomas Hobbes invitó a sus lectores a imaginar lo que sería vivir en “el estado de la naturaleza”: una situación donde no existiese poder político constituido alguno, por lo que los seres humanos serían capaces de hacer lo que les plazca sin estar constreñidos por leyes o castigos. Esta situación de licencia absoluta, sin embargo, estaría lejos de ser liberadora. Al contrario, según Hobbes, los individuos que viven dentro de este estado estarían enfrascados en una “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes), donde cada individuo y facción emplearían la violencia para alcanzar sus metas a costa de todos los demás.

Dentro de esta anarquía no habría civilización posible, sino que la vida del ser humano sería “solitaria, pobre, asquerosa, bruta, y corta”. Sería esta lamentable situación aquello que finalmente impulsaría a sus integrantes a abandonar esta posición primigenia para pactar un “contrato social” y crear un Estado, es decir, cederle su derecho a ejercer la fuerza a un poder político constituido para que este tenga el monopolio absoluto de la violencia.

El experimento mental de Hobbes, por lo tanto, revela cómo la naturaleza y función primordial del Estado son dos caras de la misma moneda: el Estado es el ente que está llamado a ser el dueño absoluto de la violencia en un territorio, y es mediante ese monopolio que este tiene la responsabilidad de liberar a sus habitantes del miedo a la violencia. Esa es la razón primaria del Estado. Esa es su razón de ser.

En el Ecuador de hoy en día, sin embargo, abundan los síntomas de que este contrato social primordial se está desintegrando. Las imparables carnicerías en nuestras cárceles, la violencia cotidiana en nuestras calles, los clamores ciudadanos para permitir el porte de armas, los carteles de “ladrón agarrado, ladrón quemado” que empiezan a decorar nuestros postes, la impunidad de Iza y sus secuaces terroristas son solo algunas de las manifestaciones más visibles de que el orden constituido en nuestro país se resquebraja. Estos fenómenos, que a primera vista podrían parecer independientes, en realidad tienen todos su génesis en un hecho en común: que el Estado ecuatoriano se ha debilitado a tal punto que es incapaz de mantener el monopolio de la violencia legítima sobre nuestro territorio, invitando la llegada de la “guerra de todos contra todos” de la que nos advirtió Hobbes hace más de tres siglos.

La recuperación del monopolio de la fuerza debe ser la prioridad absoluta del Estado ecuatoriano. Cualquier otro fin económico o social que se proponga conseguir, por más urgente y loable que sea, necesariamente fracasará si es incapaz de cumplir con su función primordial: la de asegurar a sus ciudadanos una existencia pacífica, gobernada por leyes, y libre de la “guerra de todos contra todos”. Solo recuperando el control de nuestras cárceles y calles, y enjuiciando a quienes disfrazan el terrorismo como protesta social podremos salvar a nuestra nación. ¿Seremos capaces de hacerlo? ¿O estamos condenados a regresar al estado de la naturaleza? (O)