Me da miedo celebrar 25 años de matrimonio. Pienso que es una autoemboscada decir que algo está bueno, porque el destino luego nos hace pagar malográndolo. Pero es algo que quiero festejar; sin alboroto, sin una gran fiesta, pero sí conmemorar.

Hace un cuarto de siglo, los finales de las novelas de Jane Austen me parecían maravillosas, aunque imposibles. Para mí, las historias de amor terminaban como La dama de las camelias o Anna Karenina, como Tosca o La bohemia. Los finales eran ineludiblemente desgarradores, nadie se atrevía a abandonar el barco cuando empezaba a naufragar, los personajes eran masoquistas.

Mi sueño era ir a vivir en un ático en Europa y permanecer suspendida en el primer acto de una ópera, el primer capítulo de una novela, donde se está en trepidante expectativa de lo que se viene. Se me había cruzado en la vida un loco enamorado con el que no veía otra escena que acomodarme en una silla desvencijada, arropada con una cobija vieja, sacando una pluma y entintándola a ratos para escribir lo que algún día serían mis memorias.

¿Casarse a los 18 años es una buena decisión?

Estaba en ello, en la fantasía del primer gran amor, cuando quien ahora es mi marido me convenció de que casarse, cumplir con uno de los ritos más tradicionales, podía ser todavía más emocionante que cualquier sueño que yo abrigaba en ese momento. Y, sorprendentemente, así ha sido.

Es imposible capturar en una breve columna el día a día entre los dos y con nuestras dos hijas, las mudanzas de casa, a veces de país en país, las amistades heredadas o cedidas, y las amistades que han sido testigos y cómplices de nuestras luchas, los familiares que continúan en nuestras vidas para dejarse querer y también los que se hacen olvidar, los trabajos ganados y perdidos, las ilusiones aplastadas y las ambiciones realizadas.

Si alguna vez pensé que casarse podía ser monótono, no me ha llegado ese día. Me entusiasmo con las mismas ganas del primer día y me muero de las iras con el arrebato de siempre. Todavía me sorprendo con las ideas peregrinas que puedo llegar a tener y sobre las cuales me puedo reír a carcajadas solo con mi marido, quien a su vez me da la dicha de compartir sus propias ocurrencias (inintencionadamente en su caso).

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El terror que sentí cuando empecé esta aventura (el pronóstico general era que estaríamos dos años juntos, como mucho) se fue apaciguando cuando nos concentramos en la mera sobrevivencia económica. Resurgió con la llegada de nuestra primera hija cuando se nos volvió inexplicable que uno traiga a alguien al mundo para hacerse cargo de todas sus necesidades. Mirando atrás, nos damos cuenta de todos los errores que cometimos y que son irremediables. ¿Qué habría pasado si les hacíamos caso a nuestras madres y no nos casábamos?

No tengo lecciones aprendidas; no le puedo decir a nadie cómo se logra que una relación funcione. Si hay un problema, yo prefiero hablar, si es necesario hasta el cansancio; si no hay resolución, hablando al menos es posible olvidar cuál era el conflicto original. Tendría que preguntarle a mi marido cuál ha sido su clave, pero me adelanto a decir que ha sido la paciencia. Infinita. (O)