En 1978 Argentina fue el campeón mundial de fútbol, aunque todavía no había jugado Dios.

Fue el sábado 10 de junio de 1978 la primera vez que vi, sin ver, un partido de fútbol en ese Mundial que se jugaba en una Argentina militarizada.

El jefe de Santi nos había invitado a ver el partido contra Italia. A mí poco o nada me importaba el fútbol. Mi cabeza estaba en Guayaquil, María, mi sobrina favorita, intentaba nacer, el ginecólogo de mi hermana se había ido al Mundial y el parto no estaba siendo fácil. Vi el fútbol sin ver, pero se me quedaron grabados dos nombres: Kempes y Tarantini; y, tres caras: Videla, Massera y Agosti.

Jorge Barraza: Mundial Argentina 1978, leyenda y realidad del 6-0 (I)

Casi toda Latinoamérica estaba gobernada por dictaduras militares, pero muchos no sabíamos aún que todo el despliegue mediático solo trataba de hacernos creer que Argentina era un país ordenado y feliz. Si alguna noticia nos había llegado sobre el horror y la crueldad, la alegría desbordante de ese Mundial la desmintió.

¿Conocés el Parque de la Memoria? Si querés podemos ir y luego vamos a almorzar. ¿Qué decís?, dice la voz. Es Daniel Divinsky, el fundador de Ediciones de La Flor, el editor de Mafalda, el amigo, el lindo tipo. ¡Claro, Dani, gracias!, respondo más que emocionada y ajena a lo que viviré un par de horas más tarde.

Simulando tal vez la forma de un avión, sobre la av. Costanera Norte, se alzan cuatro paredes de hormigón, recubiertas por pequeñas placas negras de algo parecido a piedra volcánica. Cada placa lleva un nombre, una fecha, una edad. Son 30.000 y son los nombres de los desaparecidos, detenidos y asesinados por el Estado entre 1969 y 1983.

La historia paralela del Mundial 1978

Recorremos en silencio este cementerio sin restos, este panteón sin cruces, este camposanto sin santos, simplemente con nombres de hombres y mujeres que soñaron distinto.

Siento que el nudo que se me ha formado en la garganta se va a desatar, cuando Daniel reconoce, entre los nombres de las placas, a quien fue su compañero de facultad; y cuando me percato de los nombres de todas las mujeres que estaban embarazadas al momento del crimen. Me falta el aire, pero con una generosidad que no esperaba, la brisa del Río de la Plata me pega de frente, me recuerda que estoy viva, que no soy una placa sin cuerpo, sin razón, sin sentido.

Daniel percibe mi tristeza/angustia: —Pero, ¿vos sí sabías de esto, no? —Sí, Dani, leí El vuelo, de Horacio Verbitsky. Pero lo que él no sabe es que mientras la gente de mi edad era torturada, moría y desaparecía, yo no sabía nada. Que para mí la Argentina de los 70/80 era la de Kempes y Tarantini, la de Si me ves volar es porque estoy feliz… la de La pinta es lo de menos, vos sos un gordo bueno… y en el mejor de los casos la del Hombre de la esquina rosada o Carta a una señorita en París, pero que viví/vivimos ajenos al horror.

Continuamos bordeando el río, allí carteles que asemejan señales de tránsito proponen un recorrido por la crueldad. Esto lo hizo el Grupo de Arte Callejero, me explica mi hija Paz. Nos paramos frente al río, ese río testigo, ese río silencio, ese río hogar de tantos muertos. Muertos que la memoria mantiene vivos porque las heridas no se cierran, se recuerdan. (O)