Dice Andrés Calamaro que no se puede vivir del amor. Es discutible, y conste que soy de los que piensan que sí se puede, no porque el amor sirva para comérselo o bebérselo, sino porque es la única fuerza capaz de conseguir todo en este mundo. De lo que estoy seguro que no se puede es de vivir del pasado. No lo puede hacer ni una persona ni un conjunto de ellas que forman una persona jurídica tan grande como una nación. Además, pasados hay tantos como personas; en cambio, el futuro puede ser uno solo, que nos incluya a todos en un proyecto común, que nos entusiasme a todos, que nos llene de esperanzas y de ganas de llegar hasta el final, como ocurre —como debería ocurrir— en cualquier nación independiente. Ese futuro se llama destino, que no es lo que la suerte nos depara, sino el que nos forjamos colectivamente. Otro bonito nombre para el destino es misión. Y ese destino, o esa misión, es lo que nos define y describe como nación, mucho más que el pasado.

Concentrarnos en el pasado no es una buena idea, entre otras cosas, porque nos puede desviar del futuro. Es lo que ocurre hoy entre Rusia y Ucrania. Rusia tiene pasado y Ucrania futuro. Rusia quiere volver a la grandeza de la época de los zares y Ucrania está peleando su guerra de independencia en pleno siglo XXI. Ucrania tiene más pasado que Rusia, pero mira al futuro, a su propio futuro como nación independiente y con un destino común. Y Rusia, que tiene menos pasado que Ucrania —o un pasado común—, se está aferrando a no perder lo que tenía. La situación es perfectamente comparable con la independencia de toda América, cuando los imperios europeos trataron de aferrarse a su pasado inmenso y glorioso, con una fuerza descomunal y desproporcionada, pero que nada pudo hacer contra la pasión libertaria de quienes habían decidido independizarse de la metrópoli, con ejércitos desharrapados, en territorios casi desiertos y desde ciudades que eran apenas rancheríos confundidos con el barro de sus calles.

Un país que establece las heridas de su pasado como bandera y que las revuelve todos los días para evitar que cicatricen es un país enfermo de memoria. Un país que mira a sus próceres y a sus villanos, a sus tragedias y a sus apoteosis más que a sus sueños, es un país que va para atrás y no para adelante. Un país que se revuelca en sus errores con placer onanista está perdido en el tiempo. Un país cuyos ciudadanos son incapaces de perdonarse y mirar para adelante no tiene destino.

No es fácil olvidar, pero siempre se puede perdonar. Por eso, no digo que debemos olvidar, pero sí que tenemos que perdonar.

Pienso en la Argentina, que estos días conmemoraba el aniversario de su último golpe militar con poquísimas ganas de pasar esa página de su historia, que tiene ya… ¡46 años! Mirar al pasado sin proyecto de futuro es quizá el más grave error colectivo de los argentinos: pura memoria pero nada de sueños.

Entonces, a la política solo le queda un plan para el futuro: el poder por el poder mismo. (O)