Entre un año y otro, existe un hito. Una pequeña o gran catarsis, como una bruma que se disipa y que antecede a un nuevo paisaje. El tránsito de una edad a otra. Y una evaluación: las pérdidas. Siempre una evaluación implica pensar en las pérdidas. Durante muchos años, en mi columna de año viejo o de año nuevo, rendí homenaje a mis pérdidas. Natalia Lafourcade, el alma vieja de América, también lo hace, al menos eso pienso cuando escucho su último disco, De todas las flores, al que he robado el título de esta entrega. Hoy, en este nuevo inicio, yo los recuerdo. A la mayoría con agradecimiento, con nostalgia lúcida. Los amigos, los músicos, los escritores, en fin, las figuras queridas que se fueron. Algo nos dejaron. La maravillosa memoria de lo vivido. De algunos amigos indispensables, como Rodrigo Maya, o escritores amados, como Sergio Chejfec y Javier Marías, me despedí aquí, en este espacio. Hay tantos otros.
Cuando yo tenía 15 años luchaba, con todas mis fuerzas, por convertirme en un lector. No sabía que, con el paso de los años, pensaría en aquel tiempo como la fiesta de la lectura: leer era tan fácil, un acto tan inocente y feliz. Había tanto tiempo para hacerlo. Amaba los libros y quería devorarlos todos, recitarlos en voz alta, entenderlos, explicarlos. Quería que el resto amara los libros que yo amaba. Que los amaramos juntos. Varias veces mentí que había leído algún libro, solo porque era una pieza importante en la catedral de la literatura. Amaba los libros que leía y los que aún no. Pero algo faltaba. Y empezaba así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Habrá errores y visceralidades de mi parte, como no puede ser de otra manera. Pero el amor a los libros siempre estará presente. Y esa será, quizá, una posibilidad de coincidir. ¡Feliz 2023!
Leí Cien años de soledad como si allí se encontrara el sentido último de mi vida. Cuando ciertos pasajes me gustaban los repetía conmocionado. No quería que ese libro se me acabara nunca. Mientras me acercaba al final, una especie de angustia sagrada me invadió. Creo que me preguntaba qué haría después, qué sería de mi vida. Por suerte, tuve la guía de una querida amiga, Maricruz González, que me explicó que nunca volvería a sentir nada igual a Cien años, pero que habría otros libros, infinitos libros, con distintas sensaciones y vivencias por conocer y explorar. Y que la vida me permitiría conocer muchos de ellos. Y así fue. A instancias de ella leí Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, y acepté que la vida de lector debía continuar, que había demasiados desafíos por delante.
Mi primer ejemplar de Cien años de soledad, el que leí en aquel entonces, es de Grupo Editorial Norma, una edición de 2004 impresa en Bogotá. Fue un obsequio del veterinario Jaime Grijalva, un querido amigo que este año, siguiendo su diáfana libertad, abandonó este mundo. Con Jaime compartimos mucho tiempo y mucho entusiasmo. Admiré el amor que profesaba a los animales y su capacidad para pensar un futuro, una democracia; que los tomara en cuenta, que viabilizara una suerte de utopía en la que los animales vivieran felices con los humanos. No sé si evoco con exactitud el viejo recuerdo de nuestras conversaciones, pero supe después su arduo trabajo para implementar políticas públicas eficaces de bienestar animal en Quito. La vida nos llevó por caminos distintos, pero siempre hubo cariño. Pocas personas me han hecho regalos tan fundamentales, tan definitivos, como el libro de Gabriel García Márquez. Y siempre le estaré agradecido por eso.
Al final o al principio de cada año, tengo la tradición de agradecer a mis lectores por la constancia y la inconstancia. Este espacio es nuestro. A veces nos distanciamos, pero algo en común tenemos: la lectura. He buscado que mi escritura aquí sea un lugar adecuado para los libros, el amor al arte, ciertos horrores o dolores que están en la construcción de la historia ecuatoriana, los homenajes, los lutos, mis quejas, mi exploración de la música o el fútbol, las montañas, la poesía que leo y que es tan importante para mí. Algo de eso habrá este nuevo año. Y espero que también nuevos temas, que me exijan ser un mejor escritor y una mejor voz en eso que Pablo Palacio llamaba, con brillante ironía, “la opinión pública, freno de gobernantes y único timón seguro para conducir con buen éxito la nave del Estado”, “morigeradora de las costumbres políticas, de las costumbres sociales, de las costumbres religiosas”. Habrá errores y visceralidades de mi parte, como no puede ser de otra manera. Pero el amor a los libros siempre estará presente. Y esa será, quizá, una posibilidad de coincidir. ¡Feliz 2023! (O)