Recuerdo el día en que el ilustre Juan Larrea Holguín proponía en la comisión de notables que designó el expresidente Sixto Durán-Ballén para preparar un proyecto de reformas a la Constitución, que en la ley suprema se incluya que “el más alto deber del Estado consiste en respetar y hacer respetar los derechos humanos”. Tal sugerencia fue aceptada enseguida, y llegó a ser parte de la Constitución de la época. El texto sigue vigente. Además, dice ahora la actual ley suprema, que es deber primordial del Estado garantizar sin discriminación alguna el efectivo goce de los derechos establecidos en la Constitución. Tan claros textos exigen consecuencia: el Estado no debe sacrificar la realización efectiva de los derechos; al contrario: debe hacer todo lo necesario para cumplir esos mandatos. En el mundo carcelario, por ejemplo, no deberían existir insuficiencias. Digamos que las masacres que se han producido obedecen a problemas muy complejos. Pero ¿qué puede exhibir el sistema carcelario ecuatoriano a la sociedad como conquista?, ¿rehabilita a los reos?, ¿les brinda condiciones dignas de privación de libertad?, ¿hay trabajo en el interior de las cárceles?, ¿hay seguridad? De lo que se percibe no tiene nada que mostrar. Todo es ruina: las instalaciones, los servicios básicos, la seguridad, etcétera. Es un sistema descompuesto, maldito. Carece de recursos suficientes. Según el Código Orgánico Integral Penal, el Estado garantiza a los presos las condiciones para el ejercicio del derecho al trabajo, a la educación, a la cultura y recreación, etcétera. Los privados de la libertad están a cargo del Estado. Este es “garante de sus derechos”. El Estado es, en la práctica, un garante de su ruina. Les asegura condiciones de indignidad y la seria posibilidad de morir masacrado. Esto debe cambiar.

Técnicamente el sistema carcelario presta un servicio público: atiende las necesidades de los privados de la libertad, y constitucionalmente el Estado debe responder por los perjuicios producidos a los particulares como consecuencia de los servicios públicos. Todas esas muertes que vemos son responsabilidad del Estado. Los familiares de las víctimas fallecidas en las masacres deben tenerlo claro. Nuestro sistema carcelario avergüenza a la sociedad ecuatoriana y es un símbolo de involución. No es un problema del actual gobierno. Es un problema de décadas que cada vez empeora. La sentencia 365-18-JH/21 de la CC dice:

“274. … La falta de control estatal y la correlativa disputa violenta entre bandas delincuenciales por dicho control de los centros de privación de libertad, las dimensiones de estos centros, el reducido personal del SNRS, el hacinamiento, la sobrepoblación carcelaria, las deficiencias en servicios e infraestructura… han contribuido al debilitamiento del control estatal de estos centros y ha traído como consecuencia serias vulneraciones a la integridad física y psicológica de las personas privadas de libertad y la violación del derecho a la vida”.

Maldito el día en que un ciudadano tiene que ir a parar a una cárcel ecuatoriana. La ayuda de Dios será importante, pero ¡Dios no administra nuestras cárceles! (O)