¿Por qué es importante diciembre, niño Reece? Diciembre, señorita, es importante porque es temporada de mangos. A lo mejor sí tuve este diálogo en la católica, catoliquísima, escuela en que aprendí a leer y a escribir. Mi respuesta ya implicaba pecado, puesto que ponía un placer carnal por delante de las sagradas fiestas de Navidad y de la Inmaculada. Decir que tal o cual fruta es la mejor, o la más deliciosa, es una afirmación cuya absoluta subjetividad la invalida. Es una opinión. A lo más que podemos llegar es a decir “la fruta que más me gusta es...”, ¿recuerdan el juego infantil “un barco viene cargado de...”? Pero incluso esa afirmación es, en el mejor de los casos, provisional, porque a lo largo de mi vida he cambiado varias veces de orientación frutal. En todo caso, lo que no se puede negar es que se trata de un manjar delicioso. Para quienes le nieguen ese carácter, respeto su opción, pero no la comprendo, no la comparto en absoluto.

En mi pueblo serrano la llegada de esta fruta exótica era esperada con deseo y cierta aprensión moral. Exótica no tanto por provenir de Asia, es ciertamente un lujo asiático, cuanto por venir de la Costa, que en ese entonces todavía resultaba para muchos una región desconocida, cuyos habitantes nos intimidaban con su desenvoltura y su habla distinta. Y esos resquemores morales provenían justamente de la condición de delicia del mango, lo que para buena parte de la cristiandad casi necesariamente conlleva la calidad de pecado. No es difícil concebir un gran placer que no manche el alma, al tiempo que también puede dejar huellas difíciles de borrar en la ropa blanca. Camisas, manteles, sábanas, etcétera. Recuerdo que la dueña de una carnicería nos contó que una matrona de la parroquia se había muerto “solo por comer mango”. De allí que se considerara al mango como poco saludable. No he encontrado nada con base científica que advierta contra su consumo, eso sí, se advierte de los peligros del consumo excesivo. Y claro, la ceremonia del mango consistía en adquirir un cajón de mangos, alrededor del cual se sentaban las familias a chupar mangos hasta que no quedaba uno. Como se dice, el veneno está en la dosis.

Pero había una amenaza real. Debido a que para consumir esta fruta había que introducir en la boca una parte de la corteza, acción que con demasiada frecuencia se hacía sin lavarla previamente, existía la posibilidad de contagiarse de la entonces temida fiebre tifoidea o de otras infecciones de similar índole. Con la mejora de la salubridad este riesgo ha disminuido significativamente. Después se extendió masivamente el mango “de comer”, de variedades grandes, opuesto al pequeño “de chupar”. Este quizá tiene más aroma, pero el otro es de consumo más fácil y seguro, siendo más versátil, pues abre muchas posibilidades gastronómicas. Tenemos así un manjar limpio y neto, pero que conserva sus implicaciones sensuales, misteriosas y pecaminosas, metáfora de deleites prohibidos. Bendición de la divinidad, tal que, si me preguntaran qué será lo mejor para el país el año que viene, responderé sin vacilación “la temporada de mangos de diciembre”. (O)