Los juegos de enfrentamiento, los deportes de competencia, en sus antiguos orígenes eran actos de culto a las divinidades, muy relacionados con sacrificios humanos. Así ocurría en Grecia y en las culturas centroamericanas. En su resurrección moderna, que data del siglo XIX, estas prácticas rituales de ejercicios físicos también son liturgias de una religión, pero laica, pues están consagradas a la única divinidad moderna, el Estado. En todos los deportes hay competencias barriales, provinciales, de clubes, pero la consagración, la prueba suprema, son los enfrentamientos entre Estados, sobre todo cuando son a nivel planetario, en los juegos olímpicos y en los distintos “mundiales”. ¿No hay que mezclar lo político y lo deportivo? Bueno, no mezclemos el dulce con el azúcar.

Si alguno se atreve a decir que, por cualquiera razón, quiere que pierda la selección o el jugador de su país, se lo ve como un traidor de lesa patria. Los dirigentes secundarios se forman con la idea de pasar a las ligas mayores, de allí a la federación nacional y, quién sabe, a la mundial, pero siempre queda abierta la posibilidad de saltar el arroyo de la popularidad hacia la orilla política. ¿Hay que separar la política de la religión? Esa ha sido la “lucha eterna” de políticos y funcionarios. En realidad, lo que quieren es sacar a la religión de todos los ámbitos de la vida: de lo bélico, de lo económico, de lo educativo, de lo sexual y de todo lo que se les vaya ocurriendo. Las iglesias y todas las entidades religiosas han quedado restringidas al manejo de sus asuntos internos. Pero como los Estados han sido incapaces de generar un culto atractivo, que comprometa a toda la ciudadana feligresía, tras el fracaso de las religiones “cívicas”, han encontrado en los deportes la liturgia apropiada para expresar simbólicamente su divina majestad: himno y bandera nunca significan tanto como en una justa atlética. ¿No hay que confundir la patria con el Estado? Intente separarlos para ver qué le queda.

Pero el Estado no interviene en la organización deportiva. Es que en todo país democrático hay separación de poderes. El poder deportivo tiene autonomía relativa, elige autoridades, organiza entidades y hasta genera rentas. Varias veces el poder político le ha metido mano, pero han sido situaciones pasajeras. ¿Al poder político le molesta esta separación? Para nada, así puede montarse en el triunfo, cuando todos somos la selección. En los días de victoria se tocan grandes bombos y se condecora al que asoma. Pero cuando se saborea el amargo sabor de la derrota, se bajan no más de la camioneta y juran que no conocen el estadio. Una derrota deportiva para un país que tiene un norte hacia el que marcha seguro, en el que funcionan las cosas, en el que la población vive relativamente satisfecha, no tiene mayor importancia. En cambio, para países desorientados; para aquellos en los que las instituciones, no funcionan; esos en los que nadie quiere invertir y en los que la población ve en la emigración la única salida, para estos una pérdida en las canchas o en las pistas, es una catástrofe que cierra el horizonte y apaga las estrellas. (O)