No hay duda de que Nayib Bukele es el líder autoritario, o quizás valga la pena decir, el dictador más exitoso de América Latina en el siglo XXI. Ha logrado lo que muchos otros tiranos han soñado: destruir las instituciones democráticas de su país, controlar todos los poderes del Estado, silenciar a la oposición y a la prensa crítica, y proyectarse como un modelo de gobernante autoritario para toda la región.

¿Cómo lo ha hecho? Con una estrategia que combina populismo, carisma, cinismo y manipulación.

Bukele se presenta como un líder joven, moderno y cercano al pueblo, que usa redes sociales para comunicarse directamente con sus seguidores y atacar a sus enemigos. Se aprovecha del descontento y la frustración de una sociedad marcada por la pobreza, la violencia y la corrupción.

Ha declarado la guerra a las pandillas que azotan a El Salvador con extorsiones, asesinatos y terror. Ha desplegado a miles de policías y soldados para “combatirlos” en los barrios más pobres y violentos del país. Ha endurecido las condiciones carcelarias. Ha mostrado datos de reducción drástica de los homicidios y pretendido mejorar la seguridad de los ciudadanos.

Pero esta guerra tiene y oculta un precio muy alto: la violación de los derechos humanos y la destrucción de las instituciones democráticas. Bukele ha dado carta blanca a las fuerzas de seguridad para que actúen con brutalidad e impunidad contra cualquier sospechoso de pertenecer a las pandillas. Ha ignorado denuncias de ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas. Ha silenciado a los medios de comunicación y a las organizaciones de la sociedad civil que cuestionan su estrategia.

Estuve en San salvador hace algunas semanas y pude constatar cómo detrás de esa fachada de innovación y éxito se esconde un autócrata que no respeta la Constitución, las leyes ni los derechos.

Bukele ha aprovechado su popularidad por la “guerra contra las pandillas” para consolidar su poder absoluto. Ha desmantelado el sistema de pesos y contrapesos que garantiza el equilibrio entre los poderes públicos. Ha destituido a los magistrados de la Corte Suprema y al fiscal general. Ha intervenido en el Tribunal Electoral y en la Corte de Cuentas. Ha cooptado el Congreso y el Ejército. Ha amenazado a la oposición política, los medios independientes y a las organizaciones de derechos humanos.

Un elemento clave en su ascenso autoritario ha sido su habilidad para utilizar un aparato de propaganda eficiente y manipulador. Bukele ha recurrido a las redes sociales y, en particular, a YouTube, para construir una imagen de líder carismático y moderno, utilizando la influencia de populares youtubers e influencers para difundir su mensaje y silenciar cualquier forma de crítica.

Aprovechando la popularidad de estas figuras de internet, Bukele ha logrado generar una base de seguidores fieles y entusiastas, que defienden sus acciones sin cuestionar su conducta antidemocrática. Para ello cuenta con el apoyo de una amplia red de propaganda que utiliza a muchos influencers en YouTube y otras plataformas digitales para difundir su mensaje y para desacreditar a sus críticos. Estos influencers son pagados por el Gobierno o por empresarios afines a Bukele y actúan como voceros oficiosos de su régimen. Su objetivo es crear una realidad paralela en la que Bukele es el salvador de El Salvador, y sus opositores son traidores a la patria.

Este culto a la personalidad ha contribuido a la consolidación de su poder y ha debilitado aún más el tejido democrático de El Salvador.

Bukele no se conforma con dominar su país. Quiere convertirse en un referente para otros líderes populistas y autoritarios que aspiran a perpetuarse en el poder en América Latina. Por eso busca aliarse con países como China, Rusia, Irán y Venezuela, que le ofrecen recursos económicos y apoyo político a cambio de su lealtad ideológica. Por eso también desafía a Estados Unidos y a la Unión Europea, que le exigen respeto a la democracia y al Estado de derecho.

Bukele es el ejemplo más claro de cómo se puede instaurar una dictadura en pleno siglo XXI, aprovechando las debilidades de las instituciones democráticas y las oportunidades que brinda la tecnología.

La pregunta es ¿queremos algo así para nuestro país? ¿La destrucción de la democracia y la violación masiva de derechos humanos es el modelo a seguir, en aras de una supuesta seguridad? (o)