En 1946, cuando la periferia latinoamericana creía que estaba poniéndose al día al emprender unas cuantas reformas urbanas, el escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) publicó la novela El señor presidente. Leída ahora, esta novela nos hace ver que, para que sean efectivas y duraderas, las mejoras en la vida material y social deben venir acompañadas de una práctica política que entienda que el poder político requiere una conducta institucionalizada del gobernante, pues solo así se podrá construir un país. La narración del nobel centroamericano desnuda dolorosamente una sociedad derruida por una dictadura.

En ese texto abundan los seres marginados por un poder que sigue los deseos y las pasiones de su gobernante, un presidente constitucional sostenido por grupos ilegítimos, por lo que la pobreza moral y material se expande rápidamente con ese gobierno de corrupción. En ese país imaginado se sufre mucho: hay guerras en las calles; los pordioseros merodean los basureros, los mercados, las iglesias y la plaza central, y la insolidaridad de todos marca los sueños y las pesadillas de la gente. También vemos a un presidente que quiere reelegirse, adulado por sus allegados como el estadista más completo de los últimos tiempos.

El horror diario define el clima de la novela, en el que las cárceles son un recurso para someter a los opositores. En esa sociedad, la ley copia la lógica torcida del dictador y sus esbirros, a quienes no interesa si alguien es culpable o inocente: “Un inocente en mal con el gobierno es peor que si fuera culpable”, se dice. En medio de esta pudrición moral los gallinazos siempre hacen su aparición. En ese país está autorizado el saqueo, los miembros del gobierno cometen crímenes para servir al presidente, los ciudadanos son vigilados y espiados. Allí el mayor mérito es halagar al jefe de Estado si se quiere ser alguien.

La represión es el mecanismo central para mantenerse en la impunidad. La arbitrariedad se riega como una epidemia desde las oficinas gubernamentales. Por eso un personaje se queja de tener “en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados”. Y el gobernante se ha convencido de que él está capacitado para dirigir no solo aquel paisito, sino Francia, Suiza, Bélgica o Dinamarca. Tales son los delirios de quienes se consideran salvadores de una nación. Con un lenguaje envolvente lleno de frases seductoras, Asturias nos enfrenta a una situación de degradación de nuestros tiempos.

En el país del Señor Presidente –así, presuntuosamente, con mayúsculas– los jueces, antes de los juicios, redactan las sentencias preparadas en las oficinas del poder. Todo pasa por la vigilancia del dictador con disfraz de presidente constitucional, tanto que sus allegados saben que “en estos puestos se mantiene uno porque hace lo que le ordenan y la regla de conducta del Señor Presidente es no dar esperanzas y pisotearlos y zurrarse en todos porque sí”. ¿Gobierna mejor quien reprime más fuerte? ¿Es un buen gobernante el que se sostiene con más mentira y arbitrariedad? Desde hace setenta y cinco años, Asturias retrata nuestros retos del presente. (O)