Una vez más, ríos de sangre corren en las penitenciarías de nuestro país. Presenciamos de nuevo el triste espectáculo de cadáveres mutilados, cabezas cercenadas y otras escenas infernales que poco a poco se están volviendo simplemente una faceta más de lo que significa vivir en Ecuador. Mujeres aglomeradas afuera de la Penitenciaría del Litoral, rezando entre llantos y gemidos para no escuchar el nombre de su hijo. Esposas que se enteran de la muerte de su marido al ver un video en el que la cabeza aparece en una funda de plástico. Madres que tendrán que explicarles a sus hijos que su padre fue descuartizado como si fuese un animal. Esta vez ascienden a más de cien, mañana nadie sabe cuántos serán.

Pero quizá más triste sea el espectáculo que protagonizamos nosotros. El espectáculo de una sociedad a la que cada vez le duele menos saber el infierno que se vive en las prisiones de nuestro país. Quienes asumen que las carnicerías que presenciamos casi cada mes son “problema de otro”, algo que solo afecta a asesinos y violadores, claramente nunca han tenido contacto con la justicia ecuatoriana. En un sistema tan corrupto y tan lleno de mediocridad como el nuestro, uno solo puede especular cuántas personas inocentes están entre las cabezas serruchadas y cuerpos calcinados.

Después de ocho años encerrada en prisión, la Corte Nacional de Justicia por unanimidad ha reconocido la inocencia de Carolina Llanos, exculpándola de todo involucramiento del caso Quinsaloma. Por motivo de mi profesión de abogado, conocí de cerca el caso de un joven de 19 años que fue condenado a nueve años de prisión por el simple robo de un celular, pese a que las pruebas en su contra eran bastante dudosas. Aunque finalmente fue indultado, pasó no menos de cuatro años encerrado, desarrollando severos problemas médicos. Ejemplos así fácilmente podrían multiplicarse. Dudo que quienes desde la comodidad de sus muros de Facebook o Twitter se alegran de que ahora haya “100 lacras menos”, o que entusiásticamente aboguen que la pena de muerte sea introducida en Ecuador, conozcan siquiera una sola de las tantas historias de terror que hemos oído quienes trabajamos de cerca del sistema de justicia ecuatoriano.

Pero más allá de la culpabilidad o inocencia de quienes habitan detrás de sus muros, el propósito de las cárceles es rehabilitar. Puede que quienes hayan sido capaces de decapitar a un hombre para jugar con la cabeza estén más allá de toda redención posible. ¿Pero qué hay de los demás? Sin duda sus acciones merecen castigo, pero como sociedad tenemos que preguntarnos qué sentido tiene encerrar a un estafador o a un carterista de poca monta en un infierno controlado por pandillas y narcotraficantes. Lejos de transformarlos en miembros productivos de la sociedad, lo único que estamos haciendo es convertirlos en asesinos y sicarios que luego aterrorizarán nuestras calles.

Lejos de ser una solución, nuestro disfuncional sistema penitenciario es parte íntegra del ciclo de destrucción y violencia que está engullendo al Ecuador. Una reforma radical es urgente. Ojalá no tengamos que presenciar una vez más este triste espectáculo. (O)