La democracia está sufriendo los efectos del veneno de los mitos. Las instituciones manifiestan los síntomas de una grave intoxicación. Valores como la tolerancia, la integridad, la legalidad y el culto a la verdad han entrado en decadencia. El pueblo –si existe el pueblo como entidad política, por cierto- ha renunciado a la mínima racionalidad que exige una elección, y apuesta, desde tiempo atrás, a votar por esfinges que son las máscaras que ocultan el autoritarismo y el abuso. El populismo es un sistema de mitos encarnado en cualquier redentor.

La herramienta de inoculación del veneno ha sido la propaganda. La venta de la felicidad ha sido el camuflaje. La invención del enemigo ha sido el recurso. La simplificación ha sido el sistema que ha servido para promover la guerra entre buenos y malos, patriotas y traidores, izquierdas y derechas.

Mitos ha habido siempre. La nación es uno, el socialismo y su justicia es otro. El nacionalismo se sustenta en una estructura de mitos, mentiras y discursos que transforman la tribu en el universo y el campanario en el destino. El nacionalismo apela a la emoción, la irracionalidad que enceguece, el odio al vecino y la radical afirmación de una idea que generalmente encubre una enorme carga de intereses.

Hace falta mucho “laicismo político” que rompa la mitología cuasi religiosa que pervierte a la democracia...

El socialismo ha sido un mito eficiente. Hábilmente manejado, ha convencido de sus hipotéticas bondades a toda suerte de personas. Se ha transformado, como alguien dijo, en el “opio de los intelectuales”, que no dudaron en abdicar de su vocación crítica y acomodarse en los divanes que les ofrecieron las revoluciones. Ha sido tan dañino ese mito que ha llevado a algunos teóricos a negar las tragedias que producen sus ensayos, y a llamar “democracias” a sus dictaduras. El caso venezolano es dramático e ilustrativo: para algunos socialistas del siglo XXI, allí no pasa nada, y al igual que Cuba, es la tierra de la abundancia y la felicidad. Todo lo demás, es invento de los enemigos.

Los mitos, y los caudillos que los manejan, entablan con la gente una relación sentimental que elimina toda racionalidad en el comportamiento político. Los mitos bloquean en sus creyentes toda capacidad crítica y transforman a la democracia en una ficción, que sirve para legitimar al caudillo que encarna el mito, al estilo de Perón y Lula da Silva, por citar dos casos ilustrativos.

Lo mitos políticos son, quizá, uno de los mayores males que aquejan a las sociedades modernas. Paradójicamente, esas sociedades, pese a la gran información con que cuentan, siguen ancladas en comportamientos que corresponden a los tiempos en que los dogmas y la magia gobernaban en nombre de cualquier dios. La democracia se ha pervertido, y está anclada, no en la racionalidad, sino en la mitología de caudillos y redentores. América Latina vive atrapada en esa realidad.

Hace falta mucho “laicismo político” que rompa la mitología cuasi religiosa que pervierte a la democracia, y que haga posible superar una época, larga ya, en la que el Estado se ha confundido con el caudillo que transitoriamente ejerce un poder ajeno. (O)