En esta contienda electoral tenemos que elegir entre distintos sistemas de gobierno. Un claro retorno a un sistema de gobierno autoritario, como lo fue el correísmo durante más de una década, y uno que, por muchos reparos que se le puedan encontrar, nos mantendría dentro de una democracia liberal.

La democracia liberal es representativa y republicana. Esto es, el poder, incluso aquel de una mayoría circunstancial del electorado, debe ser limitado y nunca puede vía las urnas violentar los derechos individuales. No estaría permitido mediante el voto decidir coartar el derecho a la libre expresión o la igualdad ante la ley de un grupo de ecuatorianos.

La democracia liberal combina la voluntad popular con el Estado de derecho. Adicionalmente, y donde más ha perdurado esta variante respetuosa de los derechos individuales de la democracia, esta va acompañada de una economía de mercado. Claro, es en el mercado donde el individuo es soberano y así puede ejercer la democracia a mayor plenitud: cada dólar es un voto.

En la democracia liberal no hay enemigos, hay adversarios. Estas son personas con las que podemos tener muchas diferencias sobre diversos temas, como la política estatal frente a los abortos, drogas, minorías LGBT, medioambiente, etcétera. Pero todos podemos lograr acuerdos mínimos mediante el respeto mutuo y leyes de aplicación general. Si algunos no quedan contentos con determinado resultado, se ven obligados a continuar la dura tarea de persuadir a un suficiente número de individuos que en la próxima contienda electoral les dé una suficiente cuota de poder para poder efectuar un cambio.

La regla de oro es que los cambios se hacen mediante el tortuoso proceso político, que requiere que cada propuesta sea sometida a la negociación con otras fuerzas políticas. Podría parecer ineficiente, sin pureza de principios, y sin duda no es perfecto, pero ese es el modelo que más facilita la verdadera representación de la diversidad en una sociedad. En ella pueden coexistir partidos comunistas, liberales, conservadores, etcétera.

Al contrario, en la democracia autoritaria solo cabe un proyecto único. Una mayoría puede decidir vía las urnas expropiar bienes de una minoría o despojar de sus derechos fundamentales a las minorías con determinada orientación sexual. En este tipo de democracia no hay frenos al poder de una turba o de los pocos pero bulliciosos y cuidadosamente orquestados grupos de intereses especiales. Con el adjetivo “participativa” engañan a los incautos con que ahora sí tendrán una verdadera voz y voto en el quehacer político, cuando realmente el caudillo simplemente les participará a ellos lo que ha decidido por el resto. Las democracias autoritarias se complementan con una economía centralmente planificada. Allí el soberano es el caudillo que decide cada vez más a dónde van los dólares de otros.

En el marco de una democracia liberal la voluntad de una mayoría se puede equivocar eligiendo a quien pretende minar dicho orden y abriéndole paso a alguna forma de dictadura. Karl Popper decía que lo importante acerca de una democracia no es tanto quién deberá gobernar sino más bien “¿cómo debe estar constituido el Estado de tal manera que nos podamos librar de los malos gobernantes sin que corra sangre y sin violencia?”. (O)