Pocas personas que conozco sienten tanto la salsa como el periodista y documentalista ecuatoriano Marcos Echeverría Ortiz. Su proyecto Where we were safe no sólo es la prueba de aquello, sino una contribución invaluable a la memoria de América Latina y, específicamente, a una de sus expresiones culturales más poderosas: la salsa. Y es que la salsa es mucho más de lo que nos podemos imaginar: empezaré afirmando, a partir del título del proyecto de Echeverría Ortiz, que quizá la mejor manera de evocarla es como un lugar. Un barrio. Una pista. Una juventud. Un espacio habitable, seguro, genuino. Y fue muchas cosas más.

Where we were safe, el proyecto, al que el público puede acceder buscándolo en internet, es un archivo oral e interactivo sobre aquellos lugares en donde se bailó y se desarrolló la salsa en la ciudad de Nueva York. Es decir, alude a esos espacios de resistencia en donde varias generaciones de migrantes latinoamericanos se refugiaron, se encontraron y se cuidaron, mientras cumplían con una de las gestas más complicadas de la historia continental: un desplazamiento obligado por las duras condiciones económicas de sus países; la persecución de unos sueños que los convirtieron, a la mayoría, en la precaria clase trabajadora de un imperio.

Es muy posible que, junto a ciudades emblemáticas del Caribe, haya sido Nueva York la capital de la salsa, o quizá el lugar en donde se la vivió con mayor intensidad. Su auge coincidió con la lucha por los derechos civiles, especialmente de los afrodescendientes, latinos, y otras minorias que constituían la fuerza laboral. También coincidió con la contracultura y la oposición a la guerra. En paralelo, estuvo el jazz y su influencia arrasadora y liberadora. Hoy, esos lugares, en donde desde hace seis décadas los cuerpos que con melancolía y autenticidad bailaron salsa en Nueva York, han desaparecido. La capital del mundo, como dice Echeverría Ortiz, se volvió una ciudad signada por la hipergentrificación y el desplazamiento de comunidades. Pero hay todavía una memoria, incluso voces que evocan la sensación de aquellos días, y la certeza de que la salsa fue su grito de protesta, de resistencia política, y también su felicidad.

Muchos de los testimonios recogidos por Echeverría Ortiz son estremecedores, pero todos son justos. Es un acto de justicia rendir tributo, con la memoria, a esas generaciones que no bailaron la salsa por exoticidad, sino porque era su único refugio, su catarsis, su última posibilidad de seguir siendo ellos. La salsa, de hecho, no nació en las academias de baile que hoy la ponderan como producto exótico o danza romántica de la cultura pop. La salsa emergió de la precariedad de un continente y la bailaron, en primer lugar, los aventureros que, durante décadas, decidieron migrar al primer mundo y a una lengua extranjera para enviar remesas, huir de la violencia o buscar mejores condiciones de vida.

El proyecto de Echeverría Ortiz abrió el Festival de Derechos Humanos de Vieques en Puerto Rico, se presentó en la Muestra de Antropología Visual de Madrid 2021, y previamente fue una de las tesis más destacadas en la The New School, donde su autor realizó sus estudios de posgrado. Es indudable que quienes amamos la salsa y su historia debamos agradecer a Marcos Echeverría Ortiz por su compromiso y su trabajo. Por recordarnos el sentido profundo de este género musical, con el que tantas historias se contaron, y que coadyuvó, de manera diáfana, a la preservación de una identidad latinoamericana lanzada a la diáspora, cuyo esfuerzo heródico es parte de la historia continental. Y es que la salsa, y la voz de sus grandes músicos, ha sido muchas cosas: un eterno retorno, una actitud ante la vida, una poderosa conmoción de los sentidos. (O)